domingo, 25 de enero de 2015

Confesiones del hombre de las 1000 caras



He vendido arena en el Sáhara, hielo en Alaska y madera en la selva. He vendido fuego al bombero, espacio al astronauta y carne al ganadero. He vendido casas a sus dueños, gatos a ratones y la Tierra a los terrícolas. Vendí el alma del diablo, hice perder a la banca y creé mil reinos de humo y susurros mientras descansaba. Mis palabras fueron poderosos hechizos que convirtieron en títeres a hombres y mujeres. Pero ahora… Ahora no soy nada, ahora no soy nadie. Solo soy un triste viejo, un saco de huesos y arrugas relleno de pasado y vacío de futuro.

Mi vida es hoy una certeza: levantarme a las nueve, comer a la una y acostarme a las once; todos los días la misma hora, todos los días el mismo lugar. Pero cuando era joven y mis dientes eran mis dientes, cada día era distinto: hoy Roma, mañana París y pasado Berlín. Era extraño una semana que no cruzara un océano y siempre me dormía preguntándome ¿Mañana qué pasará? Pero mañana ya pasó, muchos mañanas pasaron hasta que un día la vida de emociones se acabó para mí. Hasta que yo, que no paraba, paré.

Descubrí joven mi vocación, ya en el colegio cuando no hacía los deberes, sonrisita por aquí, cabeza gacha por allá y la página en blanco se olvidaba. Corrió el tiempo y con él creció mi habilidad, donde al principio había un profesor bondadoso, pasó a haber un listillo aprovechado; en vez de evitar  broncas ganaba millonadas. Mi nombre creció y se encogió, viejos apellidos y nuevos apellidos se alternaron; un día era don, al siguiente sir y luego licenciado, pero nunca era yo.

No ser yo, eso era lo divertido. Todo el mundo me veía pero nadie me conocía. La gente solo sabía lo que yo quería. Con una palabra mía pensaban que venía de la India o de Australia, con un gesto creían que era médico o filólogo, por una corbata suponían que era diestro o zurdo. Pero nunca imaginaban quien era yo. Con la práctica una sola mirada les contaba toda una historia, falsa pero completa, de mi vida.

Una vez me dijeron que el arte de la diplomacia consiste en no decir nunca no; yo diría que el arte de la estafa consiste en no decir nunca nada. Yo llegué a dominar ese arte, mis silencios eran discursos y mis discursos eran aire. La gente me escuchaba pero no me oía, la gente me miraba pero no me veía. Mientras los grandes señores blindaban sus puertas a los ladrones a mí me las abrían con reverencia al escucharme. Pero como todo, eso tuvo su fin.
Creía ser invencible, la policía y la Interpol me buscaban pero nunca me encontraron. Yo salía del hotel cuando ellos entraban: “Buenos días agente”, “Buenos días señor” contestaban alegremente, ignorando quién era yo. Cuando conocían mi rostro nunca estaba en casa, cuando conocían mi voz nunca contestaba. Pasaron los años y nuca fui a comisaría, pasaron los meses y nunca fui al calabozo. Tan feliz me veía… ¡Ay! Si hubiera sabido…
Pero no supe. Yo temía a las autoridades, huía de los uniformes; pero mi derrota no llegó por donde esperaba, mi fin lo trajo el tiempo. Sin darme cuenta abandoné las correrías, las triquiñuelas se olvidaron y con los años dejé de ser el que fui. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero un día me miré en el espejo y lo que vi fue a hombre normal con casa propia y un horario fijo; ya no era el hombre de las mil caras.

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