jueves, 31 de diciembre de 2015

Fin de año

El reloj sonaba y los minutos pasaban, pasaban y nunca volvían atrás. Cada minuto, cada segundo, cada instante le alejaban de todo lo que había pasado, introduciéndole en un futuro por conocer.

No sentía que fuese un día especial, no notaba el cambio en el aire ni olía el fin en el ambiente. No era más que otro día, bastante frío, pero un día como otro cualquiera al final. Pero no lo era, la fecha decía que no; dos números que determinaban que ese era el último día del año. Podía haber sido haber sido el día anterior o el día siguiente, pero no, era ese día. Ese día se acababa el año y al siguiente sería un año nuevo, no habría ninguna diferencia pero sería un año diferente.

Una vuelta al Sol, que más daba cuando la empezases, todos los días empezaba una, todos los días acababa una, pero así era: un año acababa, un año empezaba. Habían pasado 365 días y antes pasaron otros 365 y antes otros. 365 días en los que había hecho de todo; 365 días que habían sido buenos, malos y todo lo contrario; 365 días que quería olvidar y recordar; 365 que había sufrido y que había disfrutado; todo un año, como cualquier año, como ningún año.

El reloj sonaba y los minutos pasaban, pasaban y nunca volvían atrás. Cada vez quedaba menos para cambiar el año, cada vez quedaba menos para empezar de nuevo.

No era más que otro día y sin embargo no lo era, la gente lo sabía. La gente creía que algo cambiaba aunque nada cambiase, aunque el día siguiente solo fuese un día más. La gente ponía un punto final al año en sus cabezas, repasaba lo que había hecho, se lamentaba por lo que habían dejado por hacer. La gente abría un nuevo capítulo en su vida un nuevo episodio de su propia existencia, preguntándose cómo iba a ser, deseando que fuera perfecto. La gente se convencía de que no solo cambiaba el año, que también cambiaban ellos y llenaba sus cabezas de promesas, de intenciones que en tres días se habrían olvidado, escondidas en un baúl de buenos propósitos sin cumplir.

El reloj sonaba y los minutos pasaban, pasaban y nunca volvían atrás. Minutos importantes, aunque fueran iguales a los anteriores, aunque fueran iguales a los posteriores.

La multitud estaba nerviosa, preocupada y expectante. Las supersticiones salían a la luz, como si una determinada comida fuera a dar suerte al año siguiente, como si una determinada corbata marcase una diferencia. Los relojes se sentían observados, como si fueran la estrella de la noche y no podían evitar burlarse de los platos de lujo, ignorados encima de la mesa. Algunos contaban segundo a segundo, intentando convencer al tiempo de que avanzase más rápido, intentando lo imposible. Los pequeños entreabrían los ojos demasiado cansados para estar despiertos a esas horas, demasiado despiertos para poder perdérselo.

El reloj sonaba y los minutos pasaban, pasaban y nunca volvían atrás. 

La hora llegó y sonaron doce campanadas, sonaron doce veces y nada cambio, pero todos creyeron que algo cambió. Ya no era el mismo año, ya no era el mismo mes, ya no era el mismo día y sin embargo todo era igual, y sin embargo nada era diferente.

viernes, 25 de diciembre de 2015

El hombre que odiba la navidad



Miró por la ventana, ya se había hecho de noche y las farolas competían con las luces de los balcones por ver quien iluminaba el cielo con más fuerza. Hacía unas semanas que todo el mundo se había confabulado para declarar que era navidad y no había un solo rincón donde se pudiera estar a salvo de la avalancha de espumillón y bolas que amenazaba con absorber a la humanidad. Resultaba agobiante, al menos a él le resultaba agobiante: le molestaba la alegría fingida, la incitación a las compras y las amistades falsas creadas para quedar bien ante los demás.

Si fuera por él durante esa época huiría, se escondería en el lugar más recóndito del planeta, donde nadie hubiera oído hablar de la navidad, pero ¿dónde era eso? Las calles estaban llenas de gente cargada con bolsas y paquetes envueltos, llenas de niños agitando dibujos de renos y estrellas que concienzudamente les habían enseñado a pintarrajear mal en clase y llenas de viejas luces a medio fundir de campanas y hojas colgando de las farolas. Centrarse solo en las fachadas, ignorando a los viandantes, tampoco era una opción; los escaparates estaban tan sobrecargados de nieve falsa y guirnaldas que no se distinguía que vendía cada tienda y las ventanas de los pisos habían sufrido una invasión de Papa Noeles furtivos, que recordaban más a ladrones diminutos que a viejos gordinflones dispuestos a regalar juguetes.

En casa podía permanecer a salvo siempre que cerrara puertas y ventanas y aun así los villancicos de los vecinos se colarían a través del techo, dispuestos a llenar de espíritu navideño a todo el vecindario. Había pensado en encender la tele para no oír esa musiquita infernal, pero en menos de cinco minutos había demostrado no ser una opción adecuada, entre los más de cien canales que tenía lo único que era capaz de encontrar eran decenas de películas cutres en las que al final salvaban la navidad y todos recibían regalos maravillosos; ni siquiera los anuncios suponían un alivio para la empalagosa felicidad de los telefilm, solo eran otro escaparate más para difundir las fiestas todos llenos de imágenes de lazos, cajas y niños sonrientes.

¿Acaso nadie comprendía que hubiese alguna persona a la que no les gustase las fiestas navideñas? ¿Debía convertirse toda la sociedad en zombies navideños que babeaban polvorones y devoraban pannetones con forma humana? Lo peor era que ni tan siquiera podía confesar sus pensamientos, si decía la verdad en voz alta hasta la persona más amble del mundo le saltaba a la yugular comparándole con el grinch o con Mr. Scrubs. ¿No tenía derecho a tener su propia opinión?

Ya estaba harto, estaba harto de ser un paria por tener una opinión diferente, estaba harto de ocultar su verdadera opinión, estaba harto de tener que sufrir en soledad cada diciembre. No podía resignarse a pasar todos los años por lo mismo, las mismas vueltas aburrido por el salón, las mismas carreras de obstáculos cuando necesitaba salir a comprar algo, la misma soledad. No podía ser el único en el mundo que pensase así ¿O sí? Debía existir en el mundo alguien más que como él comprendiese que la navidad no era más que otra época del año, ligeramente maquillada para resultar atractiva a la humanidad; alguien que no se hubiera visto abducido por falsos mensajes de amor y amistad rebosantes de hipocresía. Si existía alguna personas así no se conocían, pero tenía que hacer algo para encontrarse con aquellos que pensaban como él y tenía un plan.

 
                                        Feliz Navidad... ¿O no?

domingo, 20 de diciembre de 2015

Burocracia

Su móvil pitó insistentemente, había recibido un correo electrónico, con suerte sería el que estaba esperando. Fue a desbloquearlo y la pantalla se quedó en blanco. No entendía cómo cualquier aparato electrónico se volvía lento cuando se tenía prisa, ¿acaso existía algún software secreto que detectara el nivel de estrés y actuase en consecuencia? Seguro que su móvil lo tenía instalado porque todavía no había reaccionado. Lo agitó con fuerza y milagrosamente la pantalla cambió.

No pudo evitar gritar sí con todas sus fuerzas, le habían aceptado, el trabajo era suyo. Después de tanto tiempo esperando por fin lo había conseguido. Tenía que llamar a su pareja para contárselo y a sus padres por supuesto. Era una noticia increíble, después de haber completado toda la documentación de solicitud de trabajo cinco años antes de acuerdo con el protocolo oír fin lo había conseguido, por fin podía trabajar legalmente, sólo tenía que completar los últimos papeles en una semana... ¡Una semana! Eso era imposible, en menos de un mes no podía hacerlos en condiciones...

No podía desesperarse, tenía que intentar algo, quizá si organizaba su tiempo adecuadamente podría conseguir hacerlo todo.

Corrió fuera de casa consultando en internet los requisitos. Según el protocolo normalizado de trabajo relativo a la adquisición de un nuevo puesto de trabajo escrito por el ministerio de documentación e intendencia sólo necesitaba solicitar cuatro certificados, rellenar tres formularios y enviado todo por triplicado por correo ordinario a la oficina central. Sólo era esto no tenía por que preocuparse, únicamente necesitaba ir a suerte edificios diferentes.

Empezaría solicitando los certificados, ese tipo de documentos con suerte tardaban en llegar entre cuatro o cinco días lo que no le dejaba mucho tiempo de margen, sobre todo porque caía un puente en medio. Consultó en el móvil los lugares donde tenía que solicitarlos, podía llegar al primero de ellos simplemente andando, así que ya había escogido su primer objetivo.

No tardó más de diez minutos en llegar al edificio correcto y a pesar de que prácticamente era la una tuvo la gran suerte de que todavía estuviera abierto. Se adentró por los pasillos siguiendo los abigarrados carteles que colgaban del techo hasta llegar a la ventanilla de atención del cliente correcta.

—Buenos días, disculpe las molestias, pero me gustaría solicitar un certificado del modelo x-368-pB a mi nombre —deslizó su identificación sobre la ventanilla para que la trabajadora no tuviera que molestarse en pedírsela.

—La normativa indica que antes de proporcionarle ninguna documentación debió conocer la motivación de su solicitud, si es tan amable puede enseñarle la comunicación oficial que le obliga a solicitar esta documentación.

Sin decir nada sacó su dispositivo móvil y le mostró a la recepcionista el correo que había recibido un rato antes.

—Muchas gracias, una notificación estándar, me llegan cuatro o cinco a la semana, pero por desgracia usted debió comenzar estos trámites hace un mes, es el tiempo reglamentario para la recepción del certificado x-368-pB.

No sabía que contestar a eso, no podía haber solicitado antes esos papeles, no sin un motivo justificado que no tenía antes de recibir el correo, el plazo era imposible.

—No podía haberlo solicitado antes, no sabía esto hace un mes, ¿Qué documento podía haberle enseñado para justificar mi solicitud?

—Ese no es mi problema, es el suyo. Ahora si me disculpa esta oficina cierra al público en treinta segundos y tengo que empezar a trabajar en la oficina interior.

—Usted no lo entiende esta es mi primera oportunidad de trabajar, con la implantación de la última ley de trabajo sólo se puede conseguir un puesto si se tiene la suerte de recibir una de estas autorizaciones y yo acabo de perder una oportunidad que me ha costado un año por unos simples papeles. ¡Unos simples papeles!

domingo, 29 de noviembre de 2015

Comida sana (parte II)



Sonrió ligeramente, ya sabía lo que iba a comer. Hizo un gesto para que un camarero se le acercara y le tomase nota, pero antes de que este llegara todo cambió.
La puerta blindada calló al suelo de golpe permitiendo que entrase una intensa luz que cegó instantáneamente a todos los del interior, acostumbrados a la agradable penumbra, se escucharon fuertes pasos de botas militares corriendo entre las mesas y gritos de megafonía en el exterior. Al instante el restaurante clandestino enloqueció: mesas volcadas, gente gateando, cuchillos de carne y palas de pescado blandidas como armas; caos, caos en general.
También había caos en su cabeza. ¿Qué podía hacer? Le iban a detener, a encerrar de por vida. Estaba perdido, perdido del todo. Podía intentar defenderse como hacían otros, ¿pero de qué servía un cuchillito contra el arma reglamentaria de un agente? Podía intentar alejarse, pero no huir, el edificio estaba diseñado con una sola entrada y sin ventanas para evitar que les sorprendieran. Podía… No podía hacer nada más, solo quedarse esperando sentado a que alguien llegara a esposarle. Cerró los ojos, no quería ver como se desvanecía su libertad.
Pensándolo bien su pequeña rebelión había merecido la pena. Quizá no había cambiado el mundo, quizá lo que había hecho no lo sabría nadie, pero al menos durante las largas noches que había cenado en el restaurante se había sentido vivo. Había sentido que era libre para decidir sobre su vida, se había sentido el único hombre adulto rodeado de niños a los que sus padres controlaban a cada segundo para que no se hicieran pupa; se había sentido especial.
Abrió los ojos, todavía estaban lejos, tomándose su tiempo con cada detención. Aún tenía tiempo de intentar algo, no podía rendirse y permitir que esas sensaciones desaparecieran sin más; debía revelarse una vez más. Toda esa gente que gateaba, arrastrándose en busca de algún escondite o alguna salida no tenían ninguna posibilidad; por suerte él no era como ellos. Él llevaba visitando ese local mucho más tiempo que cualquiera de ellos, desde el primer día que se abrió, antes incluso de que estuviera construido del todo. Recordaba que entonces aún no estaban instaladas del todo las lámparas de araña y que los obreros subían y bajaban contantemente del techo por una escalerilla que habían instalado en el interior de una columna falsa. La escalerilla ya no estaba, pero la falsa columna todavía estaba, hueca en el interior y a su alcance, un escondite perfecto.
No le había resultado difícil escurrirse discretamente de su sitio e introducirse en la columna levantando el viejo panel extraíble casi pegado por la pintura. El problema estaba siendo la espera. Según el viejo reloj de muñeca que había guardaba a escondidas en su chaqueta cuando no quería llevar el móvil para ser irrastreable llevaba más de dos horas encerrado en el escondite, doblándose la espalda en un ángulo extraño. Deseaba con todas sus fuerzas salir de ahí, pero en el exterior todavía resonaban los gritos de los policías identificando a todos los comensales.
Conocía a todas esas personas, nuca había oído sus nombres pero las conocía de verdad después de meses, años en algún caso, de cruzarse entre las mesas vestidas con manteles. Escuchaba un sollozo grave, la voz era inconfundible, treinta y siete años, alto ojos y pelo negros, lo apodaban la sonrisas porque siempre estaba de buen humor al entrar al restaurante. Los gritos rabiosos eran de la abuela guerrera, setenta u ochenta años, nadie lo sabía con seguridad, un carácter difícil pero en el fondo era muy dulce. La mujer que se estaba resistiendo era Mafalda, no sabía mucho de ella, solo que siempre pedía sopa de ahí el apodo. Se tapó los oídos como pudo, no podía soportar como esa gente, lo más parecido a unos amigos que tenía acababan así. No podía, era demasiado cruel, sobre todo porque él estaba a salvo dentro de ese estrecho prisma de pladur.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Comida sana (parte I)



Miró repetidamente a su alrededor la calle estaba vacía a excepción de un barrendero que silbaba suavemente mientras arrastraba las hojas secas con su escoba. Aun así se apartó de la luz de las farolas, dejando que las sombras le ocultasen por completo. Tenía miedo de llamar la atención, de resaltar en mitad de la noche y que alguien descubriera sus intenciones.
En cuanto el barrendero se marchó y comprobó que el único ruido era su respiración acelerada empezó a caminar, siempre ocultando su cara de cualquier observador oculto. Su destino no estaba lejos pero seguía pareciéndole un camino insalvable lleno de peligro acechándole a cada pequeño paso.

Se paró y volvió a comprobar que no le seguía nadie. Quizá tuviera demasiad paranoia, pero al menos todavía no le había pillado nadie. Llamó suavemente a la puerta que tenía enfrente. En el escaparate ponía en letras doradas que se trataba de una peluquería canina, quizá durante el día fuera así, nunca había visitado el lugar por la mañana, pero en la noche ese lugar se transformaba en algo completamente diferente.

Como respuesta a su insistente llamada la puerta se abrió un par de centímetros, lo justo para dejar que se asomara una cara de hombre, o mejor dicho un ojo de hombre que era lo único que se podía apreciar por la pequeña rendija. No esperó a que el misterioso portero dijese algo, sabía que no iba a pasar, contradecía las reglas del sitio, el visitante era el que debía decir la primera palabra.

                – El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. –Susurró la frase con miedo, como hacía siempre, sintiéndose ridículo al decirla.

                – La cigüeña tocaba el saxofón en el palenque de paja.  –La voz del portero se expandió rápidamente por toda la calle, como si ignorase que lo que estaba haciendo era totalmente ilegal.

Pasaron unos segundos y el hombre le dejó pasar. Sabía que la espera tenía una explicación, la contraseña solo era algo sentimental, daba al visitante la sensación de que tenía el control de poder entrar, pero lo que realmente funcionaba era un sistema de detección de voz que comparaba al recién llegado con un registro de los socios admitidos.

Pasó, ya sin miedo, y dentro de la pequeña estancia se dirigió a la puerta del almacén. La abrió con esfuerzo, era mucho más pesada de lo que aparentaba, y por fin pudo dejar que el ambiente del local secreto le envolviera por completo.

La nueva sala era todo lo contrario a una habitación común. Tenía una acogedora iluminación amarilla, mucho más agradable que la luz azul reglamentaria, que procedía de unas viejas arañas que colgaban del techo. El suelo, en vez de ser de polímero plástico antiséptico, era de madera oscura. Y la temperatura ambiente era cálida, evidentemente superior a los 20ºC máximos que se podían usar en invierno. Pero, lo que era realmente importante en aquel lugar, eran las pequeñas mesas redondas cubiertas por manteles que llenaban todo el espacio disponible.

Un hombre vestido de traje con pajarita le escoltó hasta una de las mesas del fondo sin mediar palabra y le entregó un díptico en la mano. Era el menú del día. Muchos de los nombres de los platos que aparecían en él se habían perdido por completo en los últimos años y solo por el esfuerzo de unos pocos locos podían estar escritos en ese papel, preparados para que él pudiera disfrutarlos.
Leyó todas las opciones, incapaz de decidirse entre tantos manjares. De segundo pediría carne, aún recordaba cuando la había probado por primera vez, en ese mismo lugar; pero todavía no sabía que pedir de primero, pero sí sabía que estaría exquisito.

No era capaz de comprender como la generación de su padre había consentido abandonar esa alimentación para sustituirla por las inyecciones dietéticas aprobadas por la OMS. Vale, sabía que eso había alargado la esperanza de vida media alrededor de cinco años al eliminar sustancias potencialmente cancerígenas de la dieta, pero no lo justificaba. En su opinión ni siquiera lo justificaba la clasificación de la comida en general como droga dura al producir adicción (resultaba que una vez que la gente empezaba a comer quería comer todos los días y si pasaba mucho tiempo sin ingerir alimento era capaz de abandonar todo lo que estaba haciendo para lograrlo).
Para él abandonar la comida no tenía ningún sentido, por eso se dirigía todas las semanas a ese lugar, arriesgándose a que le detuviera la ANAA (agencia nacional de alimentación adecuada); porque la vida era demasiado larga para no saber disfrutarla.