sábado, 23 de abril de 2016

Uno de esos días



Aquel fue uno de esos días. Ya sabes a qué me refiero. Sales temprano de casa, para ello no has desayunado, te apresuras al trabajo y de alguna manera llegas tarde. En el trabajo te llevas una bronca y descubres que tienes pendiente tu trabajo y el de tu compañero que ha decidido tomarse las vacaciones por adelantado diciendo que se encuentra mal. Tú sabes que eso no es verdad, estás viendo las fotos que está subiendo a internet, presumiendo de no trabajar. Por desgracia eres una buena persona así que te pones a hacerlo todo, evidentemente empezando por la parte de tu compañero. Terminas esa parte rápido y piensas: “Al final lo voy a hacer todo y me va a sobrar tiempo”. No, te equivocas. En cuanto empiezas con tu trabajo tu ordenador decide actualizarse, tienes paciencia y esperas, tampoco puede tardar tanto. Después de tres cuartos de hora de estar sentado con los brazos cruzados leyendo: “Por favor no apague el equipo, instalando actualizaciones” descubres que saldrás un cuarto de hora tarde como mínimo. 

Se hace la hora de comer y tú todavía no has empezado con tu trabajo, vas fatal. Corres a la sala común para calentar tu comida y te encuentras una cola inmensa delante del microondas, compuesta por personas que no tienen prisa y pueden permitirse hablar, tú no. Esperas tu turno tamborileando los dedos sobre la tapa del taper, cuando esté caliente volverás a tu puesto y comerás mientras trabajas. El hombre que está justo delante mete su recipiente en el aparato, también con prisas, miras, ha puesto cuatro minutos, treinta segundos más y puede fundir los cubiertos. Pasa el tiempo, tres minutos cincuentaicinco segundos viendo girar la comida de otro. ¡Puuum! Estalla. El plástico se había hinchado demasiado. Piensas: ¿Quién mete el taper cerrado? La respuesta es bastante sencilla, el imbécil que tienes delante que acaba de estropear el único microondas. Teniendo en cuenta el humo negro que sale ya no puedes calentar tu comida. Te vuelves a tu mesa teniendo la sensación de que acabas de tirar diez minutos de tu vida a la basura. Te tomas tu comida fría mientras tecleas. Está asquerosa, pero no tienes otra cosa. 

Termina el tiempo del descanso y oyes como todos tus compañeros vuelven a sus sitios, hablando de cualquier cosa, vageando como tú no puedes si no quieres empalmar con la jornada de mañana. La tarde avanza y a ratos crees que vas a poder acabar, pero entonces descubres un fallo garrafal y tienes que deshacer la última media hora de trabajo. Cuando por fin has acabado, diez minutos antes de la hora de salida y solo te queda guardar el documento, suena la alarma de incendios. No te sorprendes, sabías que el simulacro sería esa semana pero confiabas en que fuera cualquier otro día. Bajas corriendo como se debe hacer, sobre todo porque el inspector de bomberos ha decidido ponerse justo a tu lado y prácticamente te empuja lejos de tu ordenador. Veinte minutos en la calle sin abrigo hasta que por fin puedes volver. Subes corriendo los seis pisos, los ascensores están totalmente colapsados y te encuentras con que el ordenador se ha quedado sin batería. Lo enciendes mientras pides clemencia a los dioses de la informática, pero no te escuchan. Se han perdido las últimas modificaciones, cuarenta minutos de trabajo. Ya sabes lo que había escrito así que no te desesperas e intentas que nadie se dé cuenta de que estás hiperventilando. Tecleas más rápido que nunca, casi no llegas a ver tus dedos y en quince minutos está prácticamente terminado. Gastas otros doce minutos reescribiendo todas las palabras mal escritas, no quieres que el jefe crea que eres disléxico. Vas a mandárselo por correo, cinco minutos hasta que se sube el archivo, dos hasta que el navegador deja de estar colgado y cuando tu feje lo recibe va y te manda un WhatsApp con un reloj en el que pone tarde. Te dan ganas de gritar, pero está pasando la señora de la limpieza y no quieres que crea que estás loco.

Bajas, esta vez en ascensor y coges el coche para volver a casa, descubres con horror que alguien le ha hecho una raya enorme. Estas furioso y das una patada a la columna más cercana, lo que únicamente sirve para que compruebes la alta resistencia del cemento y lo molesto que puede ser un simple meñique del pie. Conduces a casa, siempre por debajo del límite de velocidad, no quieres completar el día con una multa. Cuando por fin llegas a tu piso descubres que te has dejado la luz encendida y una ventana abierta. Te preguntas: ¿Apago la luz? Pero no tiene sentido, la vas a necesitar. Te tumbas en el sofá y coges una ensalada preparada del frigorífico, no tienes hambre, solo quieres tumbarte en la cama y que sea otro día. Te metes dentro sin llegar siquiera a encender la tele y te echas el abrigo por encima de la manta, la casa se ha refrescado bastante durante el día.
Cierras los ojos y estas empezando a perder la conciencia cuando una luz potente atraviese tus parpados, haciendo que instintivamente pongas la mano delante de tus ojos. Quieres preguntar: “¿Quién es?” pero lo único que consigues articular es “qummssm” No recibes respuesta así que te giras para seguir durmiendo. La luz te sigue así que al final te ves obligado a abrir los ojos. Es un policía. Te pregunta donde está alguien que no conoces. Esta sorprendido. Comprueba sus papeles y ve que se ha equivocado de dirección. Te pide disculpas. Dice que no quería molestar, que la próxima vez comprobará antes la dirección. A ti no te importa, no esperas que vuelva a ocurrir. El hombre se marcha todavía disculpándose. Te quedas solo en casa otra vez. Sigues cansado pero ya no te apetece dormir.

Sales a la terraza a despejarte un poco. Aún queda un rato para que sean las doce y se acabe este maldito día. No es mucho, esperas que no pase nada ¿Qué te puede ocurrir en tan poco tiempo? Muchas cosas, o al menos eso estás pensando. No hay que ser pesimista, eso te lo repites mientras ves cómo lo último que te habrías imaginado se hace realidad ante tus ojos, completando tu día.

domingo, 17 de abril de 2016

Culpa



Miró alrededor. Ya no quedaba nada, todo perdido, destruido, acabado para siempre. Desde el principio había sabido que terminaría así, pero eso no mejoraba la situación, solo hacía que se sintiera impotente, utilizado por el universo para llevar a cabo sus planes crueles. En teoría eso debería hacerle sentir mejor, hacer que llegara a la conclusión de que nunca había existido ninguna manera de evitarlo, que cualquier otra cosa que hubiera intentado habría dado el mismo resultado. Pero su mente no funcionaba así, en el fondo de su cerebro, en una pequeña región prácticamente olvidada un pensamiento le pinchaba diciendo: “¿Seguro que no se podría haber hecho nada? Siempre hay otra opción”. Por mucho que supiese que aquella vez no había cabida para otra opción seguía preguntándose si no era solo una excusa barata para evitar reconocer que había fracasado.

Todo daba igual, ya todo daba igual, solo hacía falta echar una ojeada a su alrededor. Ya no había opciones, ya no había marcha atrás; todo había acabado y había acabado mal. Intentó hacerse a la idea, seguir adelante, pero era demasiado pronto y estaba demasiado cerca. Todavía podía ver los restos de lo sucedido, todavía podía recordar cada uno de los pasos que había dado ese maldito día. Intentó alejarse del lugar, pero tampoco pudo, había algo que le retenía ahí, en el centro de todo aquello, algo que le impedía marcharse sin más, como si nada hubiese pasado. Quizá debería quedarse a llorar o simplemente a esperar a que fuese el momento, a que aquella pesadilla le soltara. Quizá.

No supo cuánto tiempo pasó, tampoco le importaba. En esos momentos ya no le importaba absolutamente nada. Ya no estaba a punto de llorar, ya no miraba constantemente a su alrededor, ya no comprobaba sin parar que no estaba soñando. Simplemente se sentaba en una calma fingida, dejando la mente lo más en blanco posible, que tampoco era mucho. Ya no dudaba que hubiera podido hacer alguna otra cosa para solucionarlo, sabía que era así; pero también sabía que no se podía hacer nada, que ya no había marcha atrás.

Se levantó. Se levantó y se marchó sin volverse. Sabía que todo lo que había pasado era su culpa y nunca lo olvidaría.

domingo, 3 de abril de 2016

El viaje de Smile



Smile apretó su peluche con más fuerza que nunca. Había alcanzado la bodega con facilidad, el camino era estrecho pero bastante corto. No estaba sola, más personas se escondían en aquel lugar, intentando huir de su planeta destrozado. Había corrido entre ellas llamando a su madre, pero no estaba, no había conseguido llegar. Lloró. Se lo había prometido, le había dicho que se marcharían juntas, pero no había sido así, le había dejado sola en un lugar desconocido en el que solo podía llorar.

El resto de personas le miraban con pena, con compasión, apartando la vista cuando ella les devolvía la mirada, evitando ser los receptores de sus llantos. Un hombre se le acercó y le hizo un gesto con la mano para que se callase. Obedeció. Ya no podía ni siquiera llorar, solo abrazar con fuerza a su osito, cualquier otra cosa alertaría a los Ruenai, cualquier otra cosa haría que volviese a la Tierra y que no consiguiera lo que su madre había soñado para ella. No podía permitirlo, si su madre la había dejado era para que fuese feliz en otro planeta teniendo una infancia de verdad. No podía renunciar a ello porque significaría que su madre habría roto su promesa sin motivo.

La nave empezó a moverse, despegaban. La bodega se había ido llenando, había más gente que la que el vehículo estaba diseñado para soportar, pero no su madre. Había tenido la esperanza de que entrase de repente y se abrazaran, pero no había sido así. Estaba sola, dirigiéndose a un lugar desconocido. Se sentó en un rincón. Había mucha gente a su alrededor que no paraba de hablar, lo hacían bajito pero era demasiado para ella, todas las voces se juntaban formando un murmullo sin sentido que le daba dolor de cabeza. Smile se tapó los oídos, quería que todos se callasen y le dejasen en paz. Quería silencio, quería a su madre, un hogar; quería todo lo que no podía conseguir.

La pequeña Smile llevaba varios días encerrada en esa bodega con el resto de personas, o eso creía, no había forma de medir las horas en esa penumbra continua. Seguía triste y sola. Durante todo ese tiempo había comido lo que los otros le habían traído, al parecer una niña llorosa era mejor compañera de viaje que una niña muerta. Porque de muertos ya iban sobrados, mucha gente en un espacio pequeño y sin oportunidad de tener una mínima higiene no era una buena combinación. Los primeros enfermos habían aparecido al tercer día y ya acumulaban más de una veintena de cadáveres. Habían intentado alejarlos lo más posible y separar a los enfermos, pero los contagios habían continuado. A ese ritmo quizá cuando llegasen a su destino solo quedasen muertos dentro de una lata gigante.

El ritmo de los contagios había disminuido, pero en esos momentos Smile tenía que llevar un pañuelo en la nariz para intentar huir del olor a podrido, no era posible, pero al menos ya les quedaba poco tiempo dentro de ese ataúd, o eso creían. Los cálculos que se habían hecho al principio decían que tendrían que haber llegado hacía ya un tiempo, aunque quizá se equivocaban y todavía iban solo a la mitad, no podían saberlo, solo podían especular. Smile cada vez estaba más cansada, cansada de la oscuridad, cansada de las paredes metálicas, cansada de las voces de sus compañeros, cansada del olor a muerto, cansada de todo.

La velocidad de la nave cambió. Por fin llegaban. Justo a tiempo porque se habían quedado sin comida y ya empezaban a pasar hambre. Al instante la temperatura se elevó en el interior, convirtiendo el lugar en un horno. El suelo quemaba, las paredes quemaban, todo quemaba. Smile no sabía cómo ponerse o dónde agarrarse, todo dolía o escocía, todo había que su piel chisporrotease y oliese a un delicioso asado. Era su primer viaje espacial, pero algo le decía que no tendría que pasar eso. No pasó mucho hasta que la situación volvió a empeorar. Un panel lateral se desprendió permitiendo que una lengua de fuego se introdujera en la bodega. La gente gritó, ya no temían que los ruenai les descubrieran, temían el fuego, temían el calor, temían lo que ya sabían que iba a pasar. Smile volvió a llorar, estaba asustada y echaba de menos a su madre, echaba de menos a toda su familia. Una mujer le cogió en brazos. No se conocían, pero en ese momento eso ya no importaba. Smile se abrazó con fuerza a la desconocida, todavía con su peluche en la mano. Se sujetó todo lo que pudo, alejando sus pies destrozados del suelo al rojo vivo.

El descenso no duró mucho, no más de dos minutos antes de que la nave se estampara contra la superficie del planeta. No había sido un aterrizaje en condiciones y en el interior lo notaron enseguida. Salieron disparados contra las paredes todavía calientes, hubo gritos, esta vez de dolor. Smile salió bien parada, la mujer que le había abrazado no tanto. Los brazos que la sujetaban cayeron lacios al suelo, la pequeña niña se acurrucó sobre el cuerpo, mirando lo que quedaba de sus compañeros bajo la luz diurna que filtraba el agujero. Todos estaban sucios y retorcidos, llenos de quemaduras y ampollas, cadáveres mezclados con cuerpos todavía en movimiento. Poco quedaba de los orgullosos humanos que habían abandonado su planeta, ya solo era un pequeño grupo perdido herido y hambriento en busca de un hogar que seguramente nunca encontrarían.