domingo, 25 de octubre de 2015

Verano



Yo solo era un niño pequeño, pero todavía recuerdo aquel verano. Por aquel entonces yo no era capaz de comprender la magnitud de lo que estaba pasando a mí alrededor, pero podía ver la preocupación de algunos adultos. Ya hoy, de mayor sé que aquel fue el principio del cambio, el momento en el que el mundo por fin empezó a vengarse de nosotros, el momento en el que el paraíso maltratado se convirtió en un horno infernal.

Recuerdo ir al supermercado con mis padres y ver la mayor parte de los estantes vacíos, solo con dos o tres alimentos prácticamente estropeados. Recuerdo como ellos compraban un poco de esa comida podrida, el poco que se podían permitir comprar y me la daban a mí con todas las buenas intenciones del mundo, pero yo la tiraba. No la quería, era fea y olía mal, no entendía que aquel verano era lo único que se podía comer; no entendía que aquel verano yo era el único que iba a comer.

Nunca he olvidado lo que era salir a la calle, el calor te envolvía y empezabas a sudar a chorros, el aire ardía tanto que respirar suponía un esfuerzo y cada paso que dabas era un logro. El asfalto brillaba, a punto de derretirse; los termómetros marcaban cifras imposibles, superando todos los records marcados hasta el momento y las sombras se improvisaban tendiendo telas entre los tejados.

Aquel verano no hubo vacaciones en la playa ni viajes a la piscina, no hubo salidas a media tarde ni fiestas en el pueblo, aquel verano no hubo ni risas ni diversión. Los primeros días tiramos de móvil y ordenador para comunicarnos con el mundo exterior, pero pronto hasta las maquinas empezaron a sucumbir ante el calor, hasta que solo resistió la tele, situada bajo el sufrido aire acondicionado.
Y de tele vivimos lo que duró la estación, esquivando las noticias de la ola de calor, esquivando las inmensas cifras de muertos, esquivando las imágenes de los campos agostados. Parecía que no pasara nada bueno, solo desgracias y más desgracias motivadas por el calor; todas ellas retrasmitidas como nuevas, como si la gente tuviera la suerte de no padecerlas. Los políticos prometían medidas de contingencia que nunca llegaban mientras se sentaban en salas refrigeradas, los periodistas recalcaban su sufrimiento, como si ellos fueran los únicos mártires del verano y mientras tanto algunos gritaban que ya lo habían advertido.

Fueron solo tres meses, pero parecieron tres años. Como yo, nadie lo olvido, quedó fijo en la memoria colectiva. Aunque llegó el otoño y las nuevas cosechas fueron buenas muchos murieron, o por hambre o por calor, dejando casas vacías o familias rotas. Los siguientes veranos fueron suaves, en comparación, pero aún hoy no se bajan de los cuarenta grados los días frescos. Atrás quedaron los años en los que refrescaba por la noche, atrás quedaron los años en los que los ríos llevaban agua, atrás quedaron los años en los que no se temía al Sol.

domingo, 18 de octubre de 2015

Smile



La pequeña Smile se giró por última vez, negándose a aceptar que no volvería nunca más. Apretando con fuerza su viejo peluche contra el pecho contempló la Tierra una vez más. Poco quedaba ya del hogar que sus padres habían soñado para ella. Hacía tiempo que el cielo había abandonado su color azul por un siniestro gris cobrizo; las plantas habían desaparecido, dejando solo charcos rojizos en una tierra grisácea, y las grandes ciudades siempre iluminadas ahora no eran más que oscuras ruinas.

Su madre le apoyó la mano en el hombro, era la hora de irse. Iba a echar de menos ese lugar. Quizá no fuera el paraíso en el que crecieron sus padres, pero era el único hogar que había tenido. Ella no había conocido el mundo anterior. Aún no había nacido cuando llegaron las naves mineras y se apropiaron de la Tierra y por ello era de los pocos que no los culpaba por ese motivo; los culpaba por su padre, los culpaba por su hermano; los culpaba por todo aquello que le habían arrebatado a lo largo de su corta vida.

Ambas avanzaron juntas hacia el gran armazón de acero que dominaba todo el páramo. Era su destino y su salida; pero subir a él no iba a ser tarea fácil. La nave estaba vigilada por varios matones ruenai, totalmente amenazadores con sus cuerpos anchos de casi tres metros y sus rojizas pieles escamosas, sujetando firmemente sus potentes armas disuasorias.

A la pequeña Smile le aterraban, sobre todo por lo que sabía que eran capaces de hacer. Por lo que había oído de boca de los adultos, cuando esos lagartos engreídos aterrizaron por primera vez sus vehículos espaciales en la superficie del planeta algunos humanos ingenuos los habían recibido con las manos abiertas, dispuestos a establecer una amistad duradera con sus visitantes extraterrestres, evidentemente superiores tecnológicamente. Pero a los visitantes no les interesaba ninguna amistad, solo les interesaba el planeta, y no dudaron en arrebatárselo por la fuerza a los humanos y desde entonces mantenían un control absoluto sobre todo el territorio. Y ese control era lo que había vivido la pobre niña al ver morir a su familia, y por ese control su madre lo intentaba todo para que abandonara el planeta.

Era el momento de separarse. Smile tenía que entrar en un pequeño túnel que le llevaría directamente a la bodega de carga, mientras que su madre iría por la superficie y acabarían encontrándose las dos en el interior de la nave; o eso era lo que le habían dicho a la pequeña. Todavía sujetando el peluche con una mano, la niña empezó a gatear por el estrecho conducto mientras se despedía con la mano de su madre, que no podía evitar recordar que no iba a volver a ver la bonita sonrisa que le daba nombre a su hija.

domingo, 11 de octubre de 2015

Ciudad de arena

Se subió lentamente el mono de piel de canguro. Era de lo mejor del mercado, no se podía comparar con los modelos de polipiel que se rompían al segundo uso, pero con el sudor resultaba casi imposible subirselo. Resopló. Un tirón más y por fin consiguió colocar la cintura en su sitio. Después de eso solo necesito hacer un par de contorsiones más propias de un acrobata para colocarse las mangas y ya pudo subirse la cremallera, tapandose la mayor parte del cuerpo.

Ya casi estaba listo. Se colocó la mascara de plástico negro sobre la nariz y la boca, dejando solo visibles sus tristes ojos grises. Lo único que le faltaba era la raída capa grisacea con la que cubrió su llamativo mono de trabajo.

Terminado su ritual matutino salió a las polvorientas calles de la ciudad. Ante sus ojos se abría el deprimente paisaje que tenía que ver todos los días. Los rascacielos que antiguamente se habían erguido rectos ahora tenían las paredes convertidas en retorcidas eses, adelgazados donde la arena los había erosionado. Las grandes cristaleras traslucidas se habían vuelto opacas, llenas de centenares de rallas diminutas. Las viejas baldosas se habían roto en pedazos, que junto con la omnipresente arena formaban un nuevo firme consistente en un empedrado irregular. Entre todas aquellas ruinas que todavía se empeñaban en llamar ciudad caminaban decenas de personas cabizbajas, unos pocos afortunados todavía tenían un trabajo que les permitía comer, el resto confiaba su destino a la suerte.

Mientras miraba a toda esa gente no podía evitar pensar que era un afortunado. Recordaba que una vez una anciana le había dicho que él no necesitaba la suerte, que el era la suerte. No le llegaba a gustar la frase, había algo en ella que era inquietante; sobre todo viniendo de alguien que sabía que buena suerte para él significaba mala suerte para los demas. Mucha gente se negaba a entenderlo, pero era un trabajo como cualquier otro. Un trabajo que tenía que hacer.

Se recostó en la sombra de un portal, valorando a los transeuntes. Muchos de sus compañeros de profesión morían por ser demasiado impulsivos, a él nunca le pasaría. Quizá no fuera tan rico como podía llegar a ser, pero con sus cuarenta y dos años se estaba convirtiendo en uno de los hombres más longevos de la ciudad, el más anciano en el negocio. Descartó enseguida a todos aquellos que caminaban erguidos y con energía, no buscaba a alguien quien le sonriera la fortuna. Su objetivo deambularía sin rumbo, arrastrando los pies. Había un par de personas que encajaban en la descripción. El primero era un crío de unos trece años, demasiado joven, por muy débil que fuera no iba a ir a por él, todavía no se había convertido en un monstruo, en su mundo era recomendable conservar unos límites claros. El otro individuo era un hombre viejo, probablemente unos cinco años más joven que él, claramente superado por la vida en muchos sentidos, un espectro que ya habría perdido a la mayor parte de sus conocidos.

Ya había tomado una decisión, así que salió de su escondite pausadamente. Con sigilo se aproximó al objetivo por la espalda. Sus ropas, pardas como él resto de ese maldito mundo, eran más harapientas de lo habitual. Su pelo era largo y greñoso, lleno de nudos provocados por algún vendaval. Y sus pies ya descalzos estaban repletos de llagas producidas por las picaduras de los diminutos granos de piedras. No iba a resultar un problema, puede que incluso se sintiera agradecido.

Esperó al momento propicio, en el que nadie les observara, y rozó suavemente el hombro de su víctima con la mano. Este se giró parsimoniosamente, sospechando ya que no le esperaba nada bueno. Ambos se miraron a los ojos, contemplando mutuamente la tristeza acumulada por los años; aunque pronto sólo dos de los cuatro ojos continuarían atesorando malos momentos. El anciano abrió los brazos en señal de rendición, sabía a lo que se dedicaba el hombre del mono de piel y sabía que después de años intentando sobrevivir en el desierto ya no tenía opciones.

Todo sucedió rápido, más fácil de lo habitual, ya sólo había un hombre vivo, sosteniendo entre las manos la prueba de su crimen, un siniestro trofeo por el que el gobierno iba a pagarle bien.