domingo, 29 de noviembre de 2015

Comida sana (parte II)



Sonrió ligeramente, ya sabía lo que iba a comer. Hizo un gesto para que un camarero se le acercara y le tomase nota, pero antes de que este llegara todo cambió.
La puerta blindada calló al suelo de golpe permitiendo que entrase una intensa luz que cegó instantáneamente a todos los del interior, acostumbrados a la agradable penumbra, se escucharon fuertes pasos de botas militares corriendo entre las mesas y gritos de megafonía en el exterior. Al instante el restaurante clandestino enloqueció: mesas volcadas, gente gateando, cuchillos de carne y palas de pescado blandidas como armas; caos, caos en general.
También había caos en su cabeza. ¿Qué podía hacer? Le iban a detener, a encerrar de por vida. Estaba perdido, perdido del todo. Podía intentar defenderse como hacían otros, ¿pero de qué servía un cuchillito contra el arma reglamentaria de un agente? Podía intentar alejarse, pero no huir, el edificio estaba diseñado con una sola entrada y sin ventanas para evitar que les sorprendieran. Podía… No podía hacer nada más, solo quedarse esperando sentado a que alguien llegara a esposarle. Cerró los ojos, no quería ver como se desvanecía su libertad.
Pensándolo bien su pequeña rebelión había merecido la pena. Quizá no había cambiado el mundo, quizá lo que había hecho no lo sabría nadie, pero al menos durante las largas noches que había cenado en el restaurante se había sentido vivo. Había sentido que era libre para decidir sobre su vida, se había sentido el único hombre adulto rodeado de niños a los que sus padres controlaban a cada segundo para que no se hicieran pupa; se había sentido especial.
Abrió los ojos, todavía estaban lejos, tomándose su tiempo con cada detención. Aún tenía tiempo de intentar algo, no podía rendirse y permitir que esas sensaciones desaparecieran sin más; debía revelarse una vez más. Toda esa gente que gateaba, arrastrándose en busca de algún escondite o alguna salida no tenían ninguna posibilidad; por suerte él no era como ellos. Él llevaba visitando ese local mucho más tiempo que cualquiera de ellos, desde el primer día que se abrió, antes incluso de que estuviera construido del todo. Recordaba que entonces aún no estaban instaladas del todo las lámparas de araña y que los obreros subían y bajaban contantemente del techo por una escalerilla que habían instalado en el interior de una columna falsa. La escalerilla ya no estaba, pero la falsa columna todavía estaba, hueca en el interior y a su alcance, un escondite perfecto.
No le había resultado difícil escurrirse discretamente de su sitio e introducirse en la columna levantando el viejo panel extraíble casi pegado por la pintura. El problema estaba siendo la espera. Según el viejo reloj de muñeca que había guardaba a escondidas en su chaqueta cuando no quería llevar el móvil para ser irrastreable llevaba más de dos horas encerrado en el escondite, doblándose la espalda en un ángulo extraño. Deseaba con todas sus fuerzas salir de ahí, pero en el exterior todavía resonaban los gritos de los policías identificando a todos los comensales.
Conocía a todas esas personas, nuca había oído sus nombres pero las conocía de verdad después de meses, años en algún caso, de cruzarse entre las mesas vestidas con manteles. Escuchaba un sollozo grave, la voz era inconfundible, treinta y siete años, alto ojos y pelo negros, lo apodaban la sonrisas porque siempre estaba de buen humor al entrar al restaurante. Los gritos rabiosos eran de la abuela guerrera, setenta u ochenta años, nadie lo sabía con seguridad, un carácter difícil pero en el fondo era muy dulce. La mujer que se estaba resistiendo era Mafalda, no sabía mucho de ella, solo que siempre pedía sopa de ahí el apodo. Se tapó los oídos como pudo, no podía soportar como esa gente, lo más parecido a unos amigos que tenía acababan así. No podía, era demasiado cruel, sobre todo porque él estaba a salvo dentro de ese estrecho prisma de pladur.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Comida sana (parte I)



Miró repetidamente a su alrededor la calle estaba vacía a excepción de un barrendero que silbaba suavemente mientras arrastraba las hojas secas con su escoba. Aun así se apartó de la luz de las farolas, dejando que las sombras le ocultasen por completo. Tenía miedo de llamar la atención, de resaltar en mitad de la noche y que alguien descubriera sus intenciones.
En cuanto el barrendero se marchó y comprobó que el único ruido era su respiración acelerada empezó a caminar, siempre ocultando su cara de cualquier observador oculto. Su destino no estaba lejos pero seguía pareciéndole un camino insalvable lleno de peligro acechándole a cada pequeño paso.

Se paró y volvió a comprobar que no le seguía nadie. Quizá tuviera demasiad paranoia, pero al menos todavía no le había pillado nadie. Llamó suavemente a la puerta que tenía enfrente. En el escaparate ponía en letras doradas que se trataba de una peluquería canina, quizá durante el día fuera así, nunca había visitado el lugar por la mañana, pero en la noche ese lugar se transformaba en algo completamente diferente.

Como respuesta a su insistente llamada la puerta se abrió un par de centímetros, lo justo para dejar que se asomara una cara de hombre, o mejor dicho un ojo de hombre que era lo único que se podía apreciar por la pequeña rendija. No esperó a que el misterioso portero dijese algo, sabía que no iba a pasar, contradecía las reglas del sitio, el visitante era el que debía decir la primera palabra.

                – El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. –Susurró la frase con miedo, como hacía siempre, sintiéndose ridículo al decirla.

                – La cigüeña tocaba el saxofón en el palenque de paja.  –La voz del portero se expandió rápidamente por toda la calle, como si ignorase que lo que estaba haciendo era totalmente ilegal.

Pasaron unos segundos y el hombre le dejó pasar. Sabía que la espera tenía una explicación, la contraseña solo era algo sentimental, daba al visitante la sensación de que tenía el control de poder entrar, pero lo que realmente funcionaba era un sistema de detección de voz que comparaba al recién llegado con un registro de los socios admitidos.

Pasó, ya sin miedo, y dentro de la pequeña estancia se dirigió a la puerta del almacén. La abrió con esfuerzo, era mucho más pesada de lo que aparentaba, y por fin pudo dejar que el ambiente del local secreto le envolviera por completo.

La nueva sala era todo lo contrario a una habitación común. Tenía una acogedora iluminación amarilla, mucho más agradable que la luz azul reglamentaria, que procedía de unas viejas arañas que colgaban del techo. El suelo, en vez de ser de polímero plástico antiséptico, era de madera oscura. Y la temperatura ambiente era cálida, evidentemente superior a los 20ºC máximos que se podían usar en invierno. Pero, lo que era realmente importante en aquel lugar, eran las pequeñas mesas redondas cubiertas por manteles que llenaban todo el espacio disponible.

Un hombre vestido de traje con pajarita le escoltó hasta una de las mesas del fondo sin mediar palabra y le entregó un díptico en la mano. Era el menú del día. Muchos de los nombres de los platos que aparecían en él se habían perdido por completo en los últimos años y solo por el esfuerzo de unos pocos locos podían estar escritos en ese papel, preparados para que él pudiera disfrutarlos.
Leyó todas las opciones, incapaz de decidirse entre tantos manjares. De segundo pediría carne, aún recordaba cuando la había probado por primera vez, en ese mismo lugar; pero todavía no sabía que pedir de primero, pero sí sabía que estaría exquisito.

No era capaz de comprender como la generación de su padre había consentido abandonar esa alimentación para sustituirla por las inyecciones dietéticas aprobadas por la OMS. Vale, sabía que eso había alargado la esperanza de vida media alrededor de cinco años al eliminar sustancias potencialmente cancerígenas de la dieta, pero no lo justificaba. En su opinión ni siquiera lo justificaba la clasificación de la comida en general como droga dura al producir adicción (resultaba que una vez que la gente empezaba a comer quería comer todos los días y si pasaba mucho tiempo sin ingerir alimento era capaz de abandonar todo lo que estaba haciendo para lograrlo).
Para él abandonar la comida no tenía ningún sentido, por eso se dirigía todas las semanas a ese lugar, arriesgándose a que le detuviera la ANAA (agencia nacional de alimentación adecuada); porque la vida era demasiado larga para no saber disfrutarla.

domingo, 8 de noviembre de 2015

El mes del diario



Sé que esta no es la manera más ortodoxa de iniciar esta entrada pero tampoco la está escribiendo la persona más ortodoxa. Soy Cameron Carter el autonombrado capitán de la nave Star Wanderer de la Tierra y aquí empieza el diario de abordo. No lo escribo para informar a algún superior, no tengo, lo escribo para que nuestra historia no se olvide, para que cuando ya no estemos y alguien encuentre nuestra nave sepa quienes fuimos y como llegamos aquí.

No sé a qué fecha estamos, hace mucho que perdí la cuenta de los días y no tengo ningún interés en recuperarla; por eso a partir de ahora diré que es el día uno del año uno de este diario.

Ahora sí. Aquí empieza la entrada 1/1 del diario de a bordo de la nave Star Wanderer:

Hoy, después de varios meses de recorrer espacio vacío, hemos alcanzado un cúmulo estelar con cientos de planetas potencialmente habitables. La tripulación de la nave se ha reunido en pleno para analizar la situación y tras media hora de deliberación los dos hemos decidido por unanimidad que nos acercaremos a explorar alguno de estos planetas.

Aquí acaba la entrada 1/1 del diario de a bordo de la nave Star Wanderer escrita por el capitán Cameron Carter
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Esta es la entrada 4/1 del diario de a bordo de la nave Star Wanderer. Sinceramente, no veo el sentido a repetir continuamente el nombre de la nave, si este registro está en su interior es una información superflua… Bueno, este no es el momento de discutir ese tema. De lo que quería hablar es de nuestro descenso al planeta…, al planeta sin nombre (1).

Los dos bajamos a la superficie y nos encontramos con un mundo completamente deshabitado, aunque con una abundante vegetación. No vimos ningún rastro de ninguna civilización desaparecida, solo plantas, arbustos e insectos hasta donde alcanzaba la vista. Realmente la visita ha sido una auténtica pérdida de tiempo y bastante aburrida, por cierto. Ya que estábamos ahí George, mi compañero, decidió recolectar unas bayas locales que milagrosamente tenían un agradable sabor dulzón. Rápidamente decidimos incluir estos frutos como parte de nuestra dieta, evidentemente por su excelente valor nutricional, no porque estén riquísimos.

Aquí acaba la entrada 4/1 del diario de a bordo escrita por el capitán de la nave.
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Entrada 6/1.

Hoy la mitad de la tripulación ha enfermado. No es algo grave, pero sin duda tiene síntomas desagradables. Como no disponemos de médico, George permanecerá en observación (realizada por él mismo) para descubrir lo que le pasa. El único motivo que se nos ocurre es que nuestras raciones estén contaminadas, por lo que hasta que consigamos hacer los análisis precisos (primero tenemos que descubrir si tenemos el trasto adecuado) nos alimentaremos únicamente de las bayas que recolectamos en el planeta sin nombre (1).

Aquí acaba la entrada 6/1.
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Entrada 7/1

George parece haberse estabilizado y quizá en unos días se haya recuperado del todo. Por otra parte, he descubierto que el sistema científico automatizado de la nave puede hacer un análisis del estado de los suministros de la nave, lo he programado y mañana tendré los resultados.

Fin de la entrada
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Entrada 8/1

El ordenador me ha facilitado los resultados del análisis y en mi opinión son desconcertantes. Nuestros suministros están en perfecto estado. A ninguno de los dos se nos ocurre ninguna explicación para el estado de George en el caso de que estos datos sean correctos.

El lado bueno de este resultado es que podemos recurrir otra vez a nuestros suministros antes de tener que programar descensos continuados en busca de estas bayas, que sinceramente a mí ya me empiezan a empalagar.
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Entrada 10/1

En cuanto cambiamos a la nueva dieta George empezó a empeorar y yo ya presento síntomas. Me he estado preguntando si al final sí que estaban contaminados los víveres, pero entonces ¿Por qué no habíamos enfermado hasta descender al planeta sin nombre (1)?

Por suerte hay dos personas a bordo de esta nave y George ha tenido una idea. Dice que lo que nos hace enfermar no es nuestra comida, que son las bayas o más estrictamente dejar de comerlas.

Lo malo es que puede que tengamos una explicación, pero no tenemos una solución. Estaremos atrapados para siempre en este planeta a no ser que descubramos como dejar de comer estas bayas sin morirnos. De momento hemos decidido reducir paulatinamente la dosis diaria hasta eliminarla por completo. Siempre puede pasar que no seamos capaces de hacerlo y tengamos que asentarnos en la superficie del maldito planeta y quedarnos a vivir ahí como cultivadores de las bayitas…
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15/1

Al parecer el plan no era tan malo como sospechaba, los síntomas se mantienen estables aunque cada vez consumamos menos bayas, al final lo lograremos y todo.
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30/1

¡Lo conseguimos! Están empezando a desaparecer los síntomas y hace tres días que no consumimos ninguna baya, a este ritmo en menos de una semana estaremos completamente recuperados.

He propuesto incinerar todas las plantas por si alguna vez llega otra nave no sufra este problema, pero George se ha negado, dice que es altamente improbable que exista otra especie en la zona capaz de construir algún tipo de transporte espacial y que además en el raro caso de que lleguen a este mismo planeta no podemos saber si tendrán una fisiología completamente distinta que impida que las bayas les afecten de la misma manera que a nosotros.

Después de una larga discusión (es difícil tomar decisiones democráticas entre dos personas) he cedido y no vamos a marchar dejando las bayas intactas, solo espero que no hagan daño a nadie más.
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31/1
No tengo nada que escribir, aunque quizá sea justo eso por lo que estoy escribiendo esta entrada. He estado pensando y he decidido que este diario no tiene sentido. ¿Para quién lo escribo? ¿Para alguien que encuentre los restos de esta nave mucho tiempo después de que los dos muramos? No conocerá la lengua y ni siquiera le interesará traducirla. No hago más que poner palabras en una lengua ya olvidada, palabras que permanecerán olvidadas hasta que las hojas en las que las escribo se desintegren. Hasta escribir este párrafo de despedida es una pérdida de tiempo, porque me despido de alguien que nunca me conocerá a mi o a mis palabras.