domingo, 25 de enero de 2015

Confesiones del hombre de las 1000 caras



He vendido arena en el Sáhara, hielo en Alaska y madera en la selva. He vendido fuego al bombero, espacio al astronauta y carne al ganadero. He vendido casas a sus dueños, gatos a ratones y la Tierra a los terrícolas. Vendí el alma del diablo, hice perder a la banca y creé mil reinos de humo y susurros mientras descansaba. Mis palabras fueron poderosos hechizos que convirtieron en títeres a hombres y mujeres. Pero ahora… Ahora no soy nada, ahora no soy nadie. Solo soy un triste viejo, un saco de huesos y arrugas relleno de pasado y vacío de futuro.

Mi vida es hoy una certeza: levantarme a las nueve, comer a la una y acostarme a las once; todos los días la misma hora, todos los días el mismo lugar. Pero cuando era joven y mis dientes eran mis dientes, cada día era distinto: hoy Roma, mañana París y pasado Berlín. Era extraño una semana que no cruzara un océano y siempre me dormía preguntándome ¿Mañana qué pasará? Pero mañana ya pasó, muchos mañanas pasaron hasta que un día la vida de emociones se acabó para mí. Hasta que yo, que no paraba, paré.

Descubrí joven mi vocación, ya en el colegio cuando no hacía los deberes, sonrisita por aquí, cabeza gacha por allá y la página en blanco se olvidaba. Corrió el tiempo y con él creció mi habilidad, donde al principio había un profesor bondadoso, pasó a haber un listillo aprovechado; en vez de evitar  broncas ganaba millonadas. Mi nombre creció y se encogió, viejos apellidos y nuevos apellidos se alternaron; un día era don, al siguiente sir y luego licenciado, pero nunca era yo.

No ser yo, eso era lo divertido. Todo el mundo me veía pero nadie me conocía. La gente solo sabía lo que yo quería. Con una palabra mía pensaban que venía de la India o de Australia, con un gesto creían que era médico o filólogo, por una corbata suponían que era diestro o zurdo. Pero nunca imaginaban quien era yo. Con la práctica una sola mirada les contaba toda una historia, falsa pero completa, de mi vida.

Una vez me dijeron que el arte de la diplomacia consiste en no decir nunca no; yo diría que el arte de la estafa consiste en no decir nunca nada. Yo llegué a dominar ese arte, mis silencios eran discursos y mis discursos eran aire. La gente me escuchaba pero no me oía, la gente me miraba pero no me veía. Mientras los grandes señores blindaban sus puertas a los ladrones a mí me las abrían con reverencia al escucharme. Pero como todo, eso tuvo su fin.
Creía ser invencible, la policía y la Interpol me buscaban pero nunca me encontraron. Yo salía del hotel cuando ellos entraban: “Buenos días agente”, “Buenos días señor” contestaban alegremente, ignorando quién era yo. Cuando conocían mi rostro nunca estaba en casa, cuando conocían mi voz nunca contestaba. Pasaron los años y nuca fui a comisaría, pasaron los meses y nunca fui al calabozo. Tan feliz me veía… ¡Ay! Si hubiera sabido…
Pero no supe. Yo temía a las autoridades, huía de los uniformes; pero mi derrota no llegó por donde esperaba, mi fin lo trajo el tiempo. Sin darme cuenta abandoné las correrías, las triquiñuelas se olvidaron y con los años dejé de ser el que fui. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero un día me miré en el espejo y lo que vi fue a hombre normal con casa propia y un horario fijo; ya no era el hombre de las mil caras.

domingo, 18 de enero de 2015

El cuerpo - El día de la entrevista



Martes por la mañana
Le dolía la cabeza. Intentó moverse. No pudo. Alguien le había atado las manos, el que hubiera sido iba a acabar mal, había pocas cosas que odiase más que estar atado y una de ellas era que le apuntasen con un arma. Abrió los ojos y vio un hombre que sostenía una pistola delante de su cara.
– He de suponer que usted asesinó a esas cuatro personas
–Muy listo el señor. Claro que lo hice yo
Era un joven de pelo oscuro, bajito y delgado; poca cosa para cometer un asesinato, la víctima más débil podría con él; recordaba más a un oficinista que a un monstruo capaz de cortar una persona en pedacitos.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
–¿Realmente importa el motivo? Están muertos, es lo único importante, ¿O necesita saberlo antes de morir?
–Reconozco que me sentiría más tranquilo si lo supiese, porque sé que tenía un motivo, una razón para odiar tanto a esas cuatro personas como para descuartizarlas y coserlas entre sí; pero sobre todo porque sé reconocer a un verdadero artista, y lo que hizo usted fue una obra de arte del crimen: preciso, original, perfecto.
–¿De verdad cree que alagarme le va a salvar la vida?
–No, no lo creo –claro que no lo creía, no era estúpido, pero si conseguía que hablase un buen rato podría soltarse; para algo tenía que servir llevar un pequeño cuchillo cosido en el interior de la manga, su as particular –solo quiero saberlo, considérelo el último deseo del condenado.
–Si es lo que quiere así será, pero esperaba un último deseo del estilo de: déjeme decirle adiós a mi familia, no me haga daño o incluso déjeme fumar.
–Usted no tiene idea de cómo soy
–Nadie puede llegar a conocer a otra persona y nadie puede llegar a conocerse a sí mismo, no he intentado comprenderle, sinceramente usted no me importa nada.
–Gracias por su sinceridad
–A lo que íbamos ¿Por qué lo hice? Mi historia empezó hace tres años. Entonces yo era un joven informático recién salido de la universidad. Siempre me habían gustado los juegos así que decidí programar uno. Me pasé un año, TODO un año, trabajando en él; hice cientos de dibujos a mano y a ordenador, escribí miles de líneas de código, grabé las voces de los personajes; y todo eso SOLO, pasando noches sin dormir, comiendo con el ordenador, y ese esfuerzo ¿Para qué? Cuando por fin lo terminé era precioso, uno de los mejores juegos que se habían hecho nunca, o eso pensé. Yo no tenía medios para distribuirlo, así que recurrí a un banco para que me diera financiación. Me pidieron una copia del juego para ver su calidad, y a la semana me lo devolvieron diciéndome que no podían ayudarme porque no era lo suficientemente bueno, que no cumplía sus expectativas.
–¿Mató a cuatro personas por que no te financiaron un proyecto? Los bancos casi nunca sueltan su dinero y menos por un juego, por muy bueno que sea.
–No, no fue por eso; aún no había terminado mi historia. Por favor no vuelva a interrumpirme –dijo agitando el arma como amenaza –¿Por dónde iba? Me dijeron que no cumplía sus expectativas, y me sentó mal; lo reconozco. Pero la cosa no acabó ahí. Visto que no tenía futuro como programador de videojuegos me busqué un trabajo mediocre como informático en una cadena de supermercados.
–¿Ahí conoció al señor Cruz? –Había estado a punto de decir el señor palma, por suerte se había contenido en el último segundo
–¡Deje de interrumpir! –gritó, realmente enfadado el presunto asesino –Sí, ahí conocí a Edgar. Pero nunca tuve problemas con él. Era un buen compañero, me caía bien. Un día salió a la venta un juego nuevo, con muy buena crítica, un éxito de venta asegurado. Yo, como un tonto, hice cola para comprarlo y cuando lo probé en casa ¿Sabe qué descubrí? ¿Lo sabe? ¡Era mi juego! Ese que me había costado tanto hacer y que me habían rechazado por “no cumplir las expectativas”. Intenté demandar al banco, me pusieron trabas en todas partes, tuve que dar mil vueltas, pedí un préstamo para pagar al abogado y cuando casi había conseguido llegar a juicio la fiscal se negó a acusar al banco “es un pilar de la sociedad” me dijo, “no voy a acusarle por los deseos de un solo hombre”. Todo mi esfuerzo para nada porque una fiscal no se atrevía a hacer su trabajo.
–¿Era Alice Nightingale? –preguntó por pura intuición
–Sí. –Confirmó –Ella fue mi primera víctima. Estaba tan enfadado que tomé la decisión de matarla, me costó mucho, un día era capaz y al siguiente me parecía una atrocidad, pero al final me convencí de que lo haría. La seguí durante semanas, anotando sus horarios, buscando un momento en el que pudiera acabar con ella. Lo encontré. Todos los viernes salía con sus amigas por la tarde y volvía a casa atravesando un parque. Un viernes me puse una sudadera, me tapé con la capucha y esperé en el parque con un cuchillo jamonero en la mano. Cuando Alice pasó por el camino de tierra. Salté enfrente de ella con el cuchillo en alto. Estaba oscuro, pero podía distinguir que llevaba un abrigo blanco y unos zapatitos rojos con tacón. “Por favor no me mates” me suplicó “llevo dinero te lo daré” y recuerdo que en aquel momento sacó un fajo de billetes enorme. Me planteé llevarme el dinero como un vulgar ladrón y dejarla con vida, pero entonces me dijo de donde lo había sacado.
–Yo diría que era un pago por no haber llevado tu caso a juicio
–No, era otro caso, ya no me acuerdo cual. Lo importante es que ganaba dinero por impedir que ciertos casos prosperaran ¿Qué clase de empleada pública era? No trabajaba por el beneficio de la sociedad, solo trabajaba para su propio beneficio. Cuando me enteré no pensé en nada, solo clavé mi cuchillo en su pecho, diez veces, aún recuerdo cuántas fueron, la resistencia de abrigo de paño, la fuerza necesaria para atravesar la carne. Cuando la hube matado me encontré con un gran problema ¿Qué podía hacer con el cadáver? Lo primero era esconderlo, y conocía un sitio perfecto para hacerlo, el almacén del supermercado. Después de varios intentos conseguí meter el cadáver en mi coche y llevarlo hasta mi trabajo. Lo coloqué detrás de unas cajas que sabía que no se iban a usar y estaba marchándome, contento de haber conseguido ocultarlo cuando me di cuenta de que no estaba solo.
–Edgar Cruz le había visto
–Edgar Cruz me había visto. Me prometió que no se lo diría a nadie. No lo creí, pero estaba tan cansado que lo deje pasar. A la mañana siguiente nadie había venido a detenerme, así que supuse que Edgar había cumplido su palabra. Con el dinero de la fiscal compre una heladería abandonada, este local, donde trasladé el cuerpo, esta vez sin que me viera nadie.
–Así que aquí es donde congeló los cadáveres
–Sí, lo hice aquí.
–¿Por qué mató a los demás?
–A eso iba. Para estar a punto de morir mira que es impaciente.
Mientras decía esto la brida de plástico que ataba las muñecas de nuestro investigador había cedido al cuchillo que llevaba oculto en la manga, por cierto muy desafilado para tardar todo el monólogo del asesino que le apuntaba con una pistola.
–Mi siguiente víctima fue Horacio Gloom, el hombre que supuestamente había programado mi juego. No fue un asesinato premeditado como el de Alice, fue algo espontáneo. Era verano y yo estaba en un festival de videojuegos, a pesar de lo que me había pasado yo seguía yendo a esos sitios, y un día, el último que tenía previsto estar apareció el señor Gloom saludando como una estrella. Me pasé toda la mañana observándole de reojo y cuando se marchó de la macro carpa del festival lo intercepté. Le dije que estaba llevándose el mérito de algo que no era suyo y me contestó “Y qué” encogiéndose de hombros. No lo soporté y le golpeé con mi mochila, donde llevaba mi portátil y una Tablet. Al recibir el golpe se tambaleó y yo aproveche para golpearle una y otra vez, hasta que se cayó al suelo y entonces seguí golpeando hasta que aquel hombre con tanta cara como para apropiarse de mis cosas ya no tuvo cara. Después de eso cogí el cadáver, lo metí en mi coche y conduje con más cuidado que nunca hasta que pude meterlo en el congelador junto a Alice.
–¿Entonces fue cuando los cortó? ¿Para que cupieran en el congelador?
–No, era una heladería, caben dos cuerpos en el congelador, incluso tres porque no tuve problemas para meter a Vicent Shackle, empleado de banca. Como ya se habrá imaginado mi tercera víctima fue el hombre que rechazó mi juego, el señor Shackle. Este crimen se me dio mejor que los anteriores a pesar de que mientras lo preparaba parecía imposible. Después de obtener mucha documentación descubrí que no seguía ni una rutina fija, sus horarios eran flexibles y su vida privada era todo un caos. Así que decidí darle un enfoque menos directo al crimen, veneno. ¿Cómo hacer que lo recibiera? No había ningún problema, mi estúpida víctima escondía una llave de repuesto en una piedra de plástico que no engañaba a nadie. Por lo que un día compré matarratas, esperé a que saliera de casa y envenené toda la comida del frigorífico. Esperé fuera, perfectamente escondido hasta que pude comprobar como oía simplemente escuchando sus estertores.
–Ya tenía su venganza. ¿Por qué una cuarta víctima?
–Porque ya tenía mi venganza. Podía continuar con mi vida, pero había un testigo.
– Por eso mató a su compañero de trabajo.
–Sí, pero me costó. Nunca me dijo donde vivía, no encontré su dirección en los archivos de la empresa; así que le seguí casi todos los días, pero siempre me daba esquinazo. Por lo que me encontraba con un dilema, no podía matarle al salir del trabajo porque cualquiera podía verme, usted ya ha estado ahí, siempre hay gente alrededor; pero no podía cargármelo en su casa porque no sabía dónde estaba.
–Y para solucionar el problema montó un negocio falso de filatelia, usted ya sabía que era su afición, para atraerlo a su local. Lo que no entiendo es ¿Por qué lo llevó hasta su casa?
–Le había cogido cariño a este local, y además los demás crímenes los cometí en lugares que frecuentaban mis víctimas, si no lo hacía con Edgar era como traicionarme a mí mismo. Aunque reconozco que podré hacer una excepción con usted.
–Gracias, resulta muy halagador
Si quería actuar ese era el momento. Aquel hombre ya no tenía mucho más que decir y en cuanto terminara de hablar le iba a pegar un tiro; y lo haría, después de esa historia no tenía ninguna duda. Nadie le habría considerado un hombre fuerte, pero comparado con su contrincante era un forzudo. Se lanzó rápidamente sobre el asesino y antes de que este reaccionara le había cogido la pistola y le estaba apuntando con ella
–Solo hay una cosa que odio más que despertarme atado, y es que me apunten con una pistola –dijo mientras disfrutaba de recuperar el control de la situación.
–¿Qué va hacer? ¿Dispararme? Estoy desarmado, usted es un buen poli y no puede hacerlo.
–¿Quién ha dicho que sea policía? Soy un asesino en serie rehabilitado, más o menos. Sabían que había cometido varios asesinatos, pero no pudieron demostrarlo, así que me hicieron una oferta que no podía rechazar como asesor; pero ya me he cansado de este trabajo.
Apretó el gatillo, dejando solo un asesino en la habitación; quizá el que siempre fue más peligroso de los dos. Salió tranquilamente del local, desapareciendo en la niebla.

domingo, 11 de enero de 2015

El cuerpo - el día de las investigaciones




Domingo por la noche
La lluvia empapaba la lona que había en el suelo, creando remolinos en el asfalto. Se agachó despacio, con cuidado de no mojarse el abrigo nuevo y levantó la tela. Le habían avisado, pero aun así se sorprendió. Cualquier otra persona al verlo habría vomitado o como mínimo lo habría vuelto a tapar, él no. Simplemente se quedó observándolo intrigado. Le habían advertido que resultaba aterrador, y tenían razón. Se había acostumbrado a ver cadáveres, pero este era diferente. Para empezar no era un cuerpo, lo parecía pero no lo era. Eran muchos trozos cosidos para crear la ilusión de que era una única persona, pero pudo distinguir que estos pertenecían a varios cadáveres, si no las proporciones no encajaban. Ahora entendía por qué le habían llamado, normalmente no lo hacían hasta que tenían más de cuatro víctimas, pero quizá las tuvieran.
Se levantó con calma. El agente se acercó a grandes zancadas hasta él. No sabía cómo se llamaba, era una niñera más de la docena que le habían asignado en los dos últimos años; todos respondían a la misma descripción: varón de mediana edad y complexión fuerte, como dirían ellos. Notó como le lanzaba una mirada inquisitoria, seguramente quería saber si había descubierto algo.
– Todavía no tengo nada, quiero oír al forense antes de sacar conclusiones.
–¿Y se supone que es el mejor? –Oyó susurrar despectivamente al agente
–Ser el mejor no significa ser el más rápido
Caminó con paso seguro hasta el coche que le llevaría a su tranquilo apartamento; siempre seguido por aquel policía desagradable.
Mientras el vehículo se alejaba bajo la lluvia analizó el escenario. Si el asesino quería llamar la atención había elegido el lugar perfecto. Era una calle ancha, de tres carriles en cada dirección, y bien iluminada que por la mañana se llenaba de tráfico; pero por suerte el cuerpo lo había encontrado el camión de la limpieza, evitando así el pánico que podría haber producido.
Se recostó en el asiento, intentando pensar como el asesino; sabía que acabaría comprendiéndolo, sabiendo porque lo hacía.


 Lunes por la mañana
El timbre sonó insistentemente. Por fin, llevaba esperando casi una hora. Se tomó su tiempo para abrir, si no era puntual no esperaría que él lo fuera ¿O sí? El agente le miró con cara de enfado.
–Ya era hora ¿No quería ver al forense? –Gritó de mala manera –prepárese, salimos ya.
– Ya estaba preparado –dijo mientras salía rápidamente por la puerta, haciendo que le siguiera corriendo como un perrito faldero.
Abandonaron rápidamente el edificio y se subieron al coche patrulla que les estaba esperando en la puerta. El agente condujo con la sirena encendida hasta la puerta del hospital, saltándose así los atascos de la mañana.
Una vez en el edificio caminaron tranquilamente hasta el sótano, donde el forense tenía su sala. La puerta se abrió y el viejo medico los recibió con una sonrisa. Era un hombre regordete, vestido con una bata y un delantal lleno de sangre, que siempre iba secándose las manos en un trapo rojo. Si uno se lo cruzaba por la calle lo primero que pensaría era que era un carnicero de esos que siempre tienen caramelos en su tienda para los hijos de las clientas; pero en vez de descuartizar cerdos, ese hombre bonachón descuartizaba personas.
–Buenos días pareja. ¿Buscáis a mi último cliente? ¿O debería decir clientes?
–¿Cuantas victimas distintas tenemos? –preguntó antes de que su niñera censurase el chiste del doctor por ser demasiado macabro.
–Ven y míralo tú.
Se acercó al espacio de trabajo y vio cuatro camillas metálicas donde descansaban varios pedazos de carne. Cuatro víctimas, tampoco era tanto, en un principio había apostado por que fueran casi una docena.
–No he podido identificarlas aún, estoy esperando a ver si hay alguna coincidencia en el DNA.
Una simple mirada a las camillas le bastó para saber porque no había podido, todos los dedos tenían las huellas quemadas y no había más de tres dientes por persona.
–¿Has probado con la palma? –Preguntó señalando la cuarta camilla, donde se veía una mano casi completa, si no se contaban los dedos. –Quizá esté incluida en algún sistema de seguridad con acceso vía Internet.
Era una idea desesperada, lo más probable era que no tuviera éxito, era una tecnología poco implantada, pero conocía perfectamente lo pequeña que era la base de datos de DNA. Quizá así tuvieran una oportunidad más; pero no lo creía, el asesino parecía demasiado listo como para dejar pasar ningún detalle. Mientras pensaba esto el carnicero feliz, no podía evitar llamar así al forense en su mente, estaba apretando la mano desconocida contra un lector electrónico. Al momento el instrumento empezó a emitir una música tirolesa.
–Lo siento, lo he tuneado un poco –se apresuró a explicar el doctor –Parece que tu idea ha dado resultado. 
El agente y él acercaron sus cabezas a la pequeña pantalla donde se veía el nombre de la víctima. Era Edgar Cruz, un carretillero en un supermercado del centro que tenía la identificación para acceder al almacén. Ya tenían algo. Se apresuró a salir para continuar investigando, pero antes de traspasar la puerta hizo una última pregunta
–¿Sabes ya cuando murieron?
–No, quizá nunca lo sepa. Los cuerpos fueron congelados.
Era evidente que el asesino era bueno, quería que resultase casi imposible que le localizasen, pero él estaba convencido de una cosa, era bueno, pero no era el mejor.


Lunes por la tarde
Giró la llave. La puerta se abrió lentamente. Tanteó en busca del interruptor, no la encontraba, pero sabía que tenía que estar ahí. No era su casa, evidentemente; era la casa del señor palma, no podía evitar poner motes a las víctimas. Por fin lo encontró, no funcionaba ¿Por qué tenían que fallar las luces cuando iba solo? El agente de turno siempre llevaba una linterna enorme que lo iluminaba todo, él se tenía que valer con una lucecita de un solo led. La encendió.
No se veía casi nada, pero pudo distinguir que estaba en una entrada pequeña con un espejo roto. Avanzó hacia lo que parecía un pasillo y se paró en seco. Había una mancha oscura en el suelo, parecía sangre… Era sangre, seguro, pensó al enfocarla de cerca. Tenía una buena noticia: había encontrado la escena del crimen; y una mala: Debía llamar a “los policías de verdad” ¿O no?, ¿Y si lo resolvía él solito? No era una idea descabellada, sabía que podía hacerlo, y además no tendría que depender de otros.
Atravesó el pasillo con cuidado de no pisar la sangre y subió todas las persianas de la casa. Ahora podía hacerse una idea de cómo era el lugar. El piso era pequeño con una sola habitación que hacía de salón y dormitorio. La cocina, aparte de tener una pila de platos sin lavar parecía intacta; en cambio el salón parecía un campo de batalla, la tele estaba caída en el suelo, los cojines del sofá desgarrados y las estanterías volcadas impidiendo el paso. Entró en la habitación saltando por encima de los muebles.
En el suelo había varios libros, seguramente se habrían caído durante el forcejeo, la mayoría de ellos pertenecían a una colección de esas que se vendían más para decorar que para leer, pura fachada; pero hubo un volumen que le llamó la atención. Era un ejemplar más viejo, desgastado por el uso, como si alguien lo hubiese abierto cientos de veces. Lo miró. No era un libro, era un álbum de sellos perfectamente cuidado; parecía que su dueño lo considerada un tesoro, por eso le sorprendió ver una tarjeta clavada de cualquier manera entre sus páginas.
Tienda especializada en filatelia:
Vendemos, compramos y autentificamos sellos.
Solo atendemos con cita previa.
¡Riing! ¡Ring! ¡Ring! ¡Mierda! Era su móvil. Rebuscó entre sus bolsillos hasta que lo encontró, en la pantalla ponía: Agente 5. Se planteó seriamente no cogerlo, dejarlo todo y olvidarse de ese maldito incordio, pero si quería resolver ese caso quizá necesitara la información que hubiera conseguido su “compañero” en el trabajo del señor palma; lo había vuelto hacer, era inevitable, pero sonaba tan bien…
–¿Has encontrado algo en la casa? –le preguntó directamente en cuanto dio al botón verde
–No, solo hay los cachivaches normales, nada que pueda servirnos de pista –mintió tranquilamente
–Has dado en el clavo: “la casa nos dará mucho más” –le repitió sarcásticamente las palabras que había pronunciado unas horas antes –en cambio “mi pérdida de tiempo” ha dado resultados. Nuestro carretillero se peleó con un compañero de trabajo el miércoles, y el jueves no apareció por ahí. Yo diría que tengo una pista, es más, tengo un sospechoso. Voy a interrogar al compañero. ¿Podrías venir hasta la comisaría? No me apetece ir a buscarte.
–Ya voy.
Así que a la niñera no le apetecía trabajar, eso podría venirle bien. Jugueteó con la tarjeta que todavía tenía en la mano. ¿Tenía algo escrito por detrás? Se fijó. Ponía: miércoles 19:30. Era el día que la víctima había desaparecido. Quizá fuese el último lugar donde se le había visto con vida o el lugar donde se había encontrado con el asesino; ojalá fuese la segunda opción, era mucho más emocionante.
Debería volver a la comisaría, ye encontraría un hueco después para investigar ese negocio; debería.


Lunes por la noche
No había vuelto a la comisaría y se sentía mejor que nunca, llevaba dos años siguiendo las reglas y ya era momento de saltárselas. Estaba en la puerta del supuesto negocio de filatelia, y lo único que había era un local abandonado, con un antiguo escaparate con los cristales opacos por el polvo acumulado y una persiana metálica llena de grafitis. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta de que ahí pasaba algo raro.
Con cuidado pegó cinta adhesiva en el cristal del escaparate y le dio un puñetazo que dejó un agujero. Todos los trozos de vidrio se habían quedado pegados a la cinta, por lo que pudo meterse por el agujero sin cortarse; hacía mucho que no usaba esa técnica, pero todavía funcionaba. El interior del local parecía haber sido usado recientemente como casa, ya que entre un bosque de cajas de cartón había una cama deshecha y restos de comida. Iluminó con la linterna las diferentes cajas. Cuatro de ellas tenían nombres de persona escritos con rotulador: Alice Nightingale, Horacio Gloom, Vicent Shackle y Edgar Cruz, el señor palma. ¿Los otros nombres pertenecerían a las demás víctimas? Era lo más probable.
Se agachó, sujetó la linterna con la boca y se puso a abrir la caja del señor palma. Dentro encontró fotos de vigilancia, y varias cajas de DVDs con fechas escritas. El asesino se había estado documentando sobre la vida de la víctima. Pero, ¿Por qué? ¿Para poder matarlo de forma discreta? Probablemente la respuesta estuviese en alguna parte del local. Se levantó para mirar a su alrededor cuando algo le golpeó la cabeza. No supo que había sido, no supo cómo había sido, no supo nada


CONTINUARÁ...