domingo, 29 de marzo de 2015

Cazadores de agua



Los primeros rayos de luz se filtraron por la pequeña claraboya. Era el momento de levantarse. Se miró al espejo y empezó a vestirse. Se puso una camisola corta de algodón y se cubrió por encima con su vieja capa de lino; no pensaba salir de la zona cubierta así que no necesitaba más protecciones. Dejó su iglú de adobe encalado, comprobando que la doble puerta de entrada quedaba bien cerrada. Caminó despacio bajo el techo de cañas, viendo como ondeaban los velos translúcidos que caían a ambos lados de la calle.

A su alrededor la gente dejaba correr su vida, nerviosos como ella. Se cruzó con un grupo de buscadores de lagartos que volvían de una noche de trabajo, llenos de arena y cansancio, pero con menos de media docena de presas raquíticas. En algunos portales se veía a los ancianos sacar los calderos y los husos para hilar las bolas de telarañas que les habían llevado los nietos con su entusiasmo infantil. Todas las tiendas permanecían cerradas, si conseguían mercancía abrirían al mediodía; pero muchas no abrirían ese día, ni tampoco al siguiente.

 Continuó andando hasta la plaza central. Miró el cilindro de tela del centro, los tres velos que protegían el agua verde. El velo de lana gruesa, representando a los pastores y los buscadores de lagartos que salían todas las noches para conseguir que todo el mundo pudiera comer; el velo de lino, que representaba a la gente de las cuevas y los tejedores que preparaban las telas con las que frenaban el sol, y el velo de seda de araña, su velo, el velo de los cazadores de agua. Pero no se detuvo ahí, el cilindro no era su objetivo. Se dirigió a un extremo de la plaza, donde estaba el reloj. La cuenta atrás casi había terminado, por la noche llegaría a cero y ella partiría a conseguir agua. La cuenta había empezado un año antes, el último día de lluvia, señalando como se iban acabando las reservas de la aldea. Se sentó en el suelo, esperando pacientemente a que se terminara el día.

Se estaba poniendo el sol y la temperatura bajaba rápidamente. Se levantó. Miró el cielo a través de las telas, no había ninguna nube, no iba a llover antes de que se parara el reloj. Ocurrió unos minutos después, cuando había oscurecido del todo y se había acumulado una multitud alrededor. Era su momento, lo sabía. El sacerdote se abrió paso entre la gente hasta apoyarse en el reloj.

–El agua se ha acabado. –Declamó para hacerse oir. –Es la hora de los cazadores de agua. Mañana deberán marcharse en una búsqueda desesperada para no volver hasta que hayan logrado su objetivo.

Muy dramático pensó al escucharlo, ella había salido ya dos veces y había conseguido regresar sin problemas. Pero lo cierto era que tenía que marcharse al día siguiente y debía estar preparada.


Había dormido poco. Aún faltaban un par de horas para que saliera el sol y hacía frío, pero no le importaba, quería salir lo antes posible. Recogió el poco equipaje que tenía preparado desde principios de semana y abandonó la aldea montada en uno de los camellos más jóvenes. Avanzó deprisa, aprovechando que a esas horas el animal no se asfixiaba bajo el terrible cielo despejado.

Observó el amanecer desde una posición privilegiada, viendo como el horizonte se fundía con la arena en un brillante tono dorado, como se iluminaba hasta adquirir un perfecto color azul. Sabía que en ese momento los demás cazadores de agua estarían preparándose para partir, pero en su opinión merecía la pena madrugar aunque fuera simplemente para disfrutar de ese juego de luz. Además salir antes le permitía sacar ventaja a los otros y evitar un posible encuentro tenso, como decía siempre su abuela: «La sed convierte la amistad en arena fina»; y si los cazadores de todas las aldeas buscaban la poca agua que quedaba bajo las rocas alguien debía volver de vacío y no sería ella.

Abrió su mochila y cogió su capa de viaje, estaba hecha de una tupida tela de seda de araña que permitía que al estirarla adoptase la forma de su cuerpo, protegiéndola por completo del calor y de los arañazos de la arena. Se relajó mientras avanzaba sin descanso. El camino que estaba siguiendo era sencillo, solo tenía que continuar recto hasta llegar a los dientes de roca.

Ya estaba anocheciendo cuando pudo distinguir la sombra de la formación rocosa, el camello que había escogido era rápido, normalmente no llegaba hasta la mitad del segundo día; si no dormía podría llegar esa misma noche. Podía pasar una noche en vela, pero era mejor que comiera si tenía la intención de acarrear varios litros. Sacó con cuidado su reserva de agua verde y con una pequeña cucharilla comió algo del poso de las algas, dejando el resto por si acaso no lograba su objetivo tan pronto.

Cuando llegó a los dientes descubrió que no era la primera cazadora que visitaba el lugar. Un joven de otra aldea estaba recostado a la sombra de un montículo de piedra, seguramente extenuado por el viaje inútil.

–Está todo seco. ¡Seco! Ni una sola gota. Tres días de viaje para nada. –se lamentaba este.

Tenía razón, se podía ver que las pocas plantas que conseguían crecer en aquel lugar estaban marchitas. Tocó una. Se deshizo en el momento. Hacía mucho tiempo que el agua no aparecía por ese lugar. Últimamente el agua era cada vez más esquiva, cuando era una niña solía llover cinco o seis veces en un año, ahora había suerte si lo hacía dos veces. Más gente, menos agua; era una mala combinación. Al mediodía debería avanzar más lejos, así que descansó al lado de su compañero de otra aldea.


Durmió poco y mal, despertándose cada poco rato para vigilar al otro cazador; aunque realmente no lo necesitaba, el joven estaba totalmente destrozado. No le extrañaba, no era la primera persona que se quebraba ante la sequía; incluso había estado a punto de pasarle a ella en su primera salida. Pero a pesar de todo había continuado y había descubierto el secreto que estaba a punto de salvar a su gente.

Partió lo antes posible, adentrándose en un mar de dunas en el que miles de hombres se habían perdido, siguiendo un camino que solo ella podía ver en su cabeza. La arena volaba hacia su cara, obligándole mantener la cabeza gacha y los ojos cerrados. El viento silbaba en sus oídos impidiéndole escuchar lo que había alrededor. Era solo la tercera vez que recorría ese camino y aun así confiaba en su memoria. Si tenía suerte llegaría a su destino, si no se perdería en un mar de arena. No tenía sentido preocuparse, en dos días llegaría al viejo pozo y recogería cinco, quizá siete litros de agua.

domingo, 22 de marzo de 2015

Breakout



Están cerca, los oigo. Ahora estoy oculto, pero no podré permanecer así mucho más tiempo; están cerca. Sé que cuando me encuentren todo se acabará, pero no pienso rendirme, nunca; por eso estoy escribiendo esto. Estas líneas son la historia de mi vida, la explicación de porqué huyo; de porque me temen. Cuando me cojan; no soy estúpido, sé que lo harán; será demasiado tarde, mis palabras ya estarán corriendo por la red y habré ganado.

La gente me llama Breakout desde que era un niño, pero mi verdadera designación es: James Edman f3 propiedad de automóviles Angry Star. Mis padres eran trabajadores de la compañía y yo nací dentro de su programa pionero de natalidad y cualificación profesional a largo plazo. Como muchos otros niños estudié en los centros de la empresa hasta que alcancé la edad mínima para trabajar, los diez años, momento en el que me incorporé a la cadena de montaje.

Un año después me concedieron mi primer periodo recreacional: un permiso de dos días ¡En el exterior de la fábrica! Estaba ilusionado, nunca antes había salido. Unos días después de que me concedieran las vacaciones yo estaba pisando por primera vez la ciudad con un empleado de la fábrica y otros dos chicos de mi edad. El hombre nos llevó a recorrer un barrio, nos enseñó los comercios y los transportes públicos para que cuando fuéramos mayores y tuviéramos que vivir ahí supiéramos manejarnos. La visita fue bastante más aburrida de lo que habíamos imaginado; pero el último día decidí saltarme un poquito las normas, la primera vez que lo hice, pero no la última; y salir sin permiso del hostal en el que nos alojábamos. No fui muy lejos, solo hasta un puesto ambulante que había en la misma manzana donde vendían juguetes de segunda mano. No llevaba dinero, así que me quede observando la mercancía. Recuerdo que el vendedor se me quedó mirando con pena y sacó un objeto de debajo del mostrador: «Esto era de mi abuelo, cuídalo y disfrútalo» me dijo al dármelo. Me lo guardé y ya en el hostal vi que era un antiguo aparato electrónico, un juego llamado Breakout.

Los años pasaron y no volví a saltarme las normas. Me pasaba el día trabajando en la cadena y por las noches jugaba al Breakout. Mis compañeros se enteraron pronto de mi nuevo tesoro y decidieron ponerme el apodo que me ha acompañado todos estos años. Aparte de eso mi vida era igual a la de cualquier otro empleado de la fábrica; la misma rutina todos los días, el mismo día todas las semanas. Pero no escribo esto para contar lo que puede contar cualquier otro; escribo esto para contar lo que nadie sabe de mi vida.

Cuando cumplí los dieciocho años la empresa me dio mi primer sueldo, que tuve que invertir prácticamente integro en el alquiler de una habitación en un barrio cercano a la fábrica. En cuanto me mudé ahí descubrí que la vida real no era como habían querido explicarme y me empecé a meter en problemas.

Todo comenzó cuando después de una semana viviendo en el piso necesité comprar comida el día que el supermercado del barrio estaba cerrado. Lo normal habría sido que hubiera esperado al día siguiente para abastecerme, pero decidí comprar en otro barrio. Como no me podía permitir un coche me dirigí al distrito céntrico, el único lugar al que era posible llegar andando. Una vez ahí entré en la primera tienda que vi. Lo primero que me sorprendió fue la variedad de productos que no había visto nunca, con toda normalidad ignoré aquello que no conocía y cogí lo que andaba buscando: huevos, pan, pasta; ese tipo de cosas. Cuando me dirigí a pagar el cajero me pidió la tarjeta de residencia, y al ver que no era de ahí me dijo que solo podían atender a la gente de ese distrito, cuando ya me marchaba algo confuso y sin mi comida oí como una señora decía: «No entiendo como permiten que esta chusma entre en los barrios de la gente de bien, no valen para nada, son imbéciles»

No lo entendía, ¿porque esa gente parecía tener más derechos que yo? ¿Qué habían hecho para merecérselo? En la escuela de la fábrica había sacado las notas más altas de mi promoción, obtenía siempre la mejor productividad, nunca había tenido ninguna oportunidad para mejorar mi situación y mudarme a un buen barrio. ¿Cómo lo habían conseguido ellos? ¿Qué méritos habían logrado para poder permitirse comprar ternera o usar un coche? ¿Qué podía hacer yo para lograr esos privilegios? Tenía muchas dudas y ninguna respuesta, y sospechaba que mis jefes no querían ayudarme, así que decidí buscar la verdad por mi cuenta. Y la encontré, y por eso ahora huyo, porque encontré mis respuestas y quise hacerlas públicas.

No me resultó excepcionalmente difícil encontrar esas respuestas, sospecho que esperaban haber matado mi curiosidad cuando era niño, afortunadamente no fue así. Hice algunas preguntas, miré algunas hemerotecas, me colé en algunos lugares y en menos de un mes toda la información que andaba buscando estaba en mis manos. Con cada dato que alcanzaba a conocer me sentía indignado y traicionado y cada vez más y más.

Había descubierto que la sociedad había sufrido un cambio unos pocos años antes de que yo naciera. Durante años desde las instituciones se habían encargado de que resultara prácticamente imposible acceder a la educación a las familias con menos recursos retirando colegios de sus barrios e instaurando un copago educativo. Después de eso realizaron varios estudios de los resultados académicos que casualmente concluyeron que los alumnos con un nivel socioeconómico bajo tenían capacidades intelectuales inferiores. Por ello idearon un sistema de “adecuación educativa” para supuestamente alcanzar a todos los niños; pero cuyo verdadero objetivo era conseguir una consolidación de la brecha social que tanto les estaba costando crear. Un tiempo después, cuando los programas de cualificación profesional a largo plazo funcionaban a plena potencia empezaron a surgir leyes que diferenciaban los derechos de los habitantes de cada barrio para blindar a “la gente de bien”, como había dicho la mujer de la tienda.

Como cualquier otro que tenga acceso a estos datos estaba totalmente furioso. Estaba obligado a dedicar mi vida a construir coches solo porque era lo que hacían mis padres. Nunca iba a poder hacer algo más con mi vida y ¿Por qué? Porque unos pocos querían ser más y para eso los demás debíamos ser menos. No tardé mucho en divulgar esto en internet, en colgar carteles en todos los edificios, y el mensaje fue pasando. Empecé yo solo, pero al mes ya éramos una decena los que nos quejábamos, en dos meses superábamos el centenar y hacíamos el ruido suficiente como para cabrear a muchas personas.

Las represalias no tardaron en llegar. Aunque nunca utilicé mi verdadero nombre enseguida fueron capaces de relacionarme con el apodo. Lo primero que hicieron fue echarme de la fábrica, impidiendo así que pudiera obtener ingresos. Me costó un poco pero me acostumbré: me colé en una casa abandonada en la zona más exclusiva de la ciudad. Nunca se les ocurriría que me escondía entre los suyos. Reconozco que la época que pasé ahí fue divertida, salir a la calle y oír a la gente comentar como era que nadie pillaba a ese misterioso Breakout. Nada es eterno, y mi escondite perfecto mucho menos.

Llegó un momento en el que mucha gente había oído mis palabras, a pesar de que estaba totalmente prohibido leerlas, y yo me convertí en el objetivo principal de las fuerzas de seguridad. Rastrearon mi dirección IP y un día se presentaron en mi casa. Los vi de lejos, tuve suerte, y pude correr lejos. Pero desde entonces me siguen y cada vez están más cerca. He recorrido varias ciudades, he caminado por mil caminos y he corrido por decenas de carreteras. He dormido en cunetas, he descansado en sótanos y he soñado en campos. Llevo meses en movimiento, parando solo para comer, si es que puedo. Llevo mil noches sin dormir por miedo a que me pillen. Segundo a segundo pendiente de mí entorno, pendiente de su llegada, temiendo un momento. Y ese momento es ahora. Hoy los he visto, no sé cuánto llevan detrás de mí. He entrado en un viejo almacén, en este viejo almacén, y aquí he empezado a escribir. Estas son las últimas líneas de mi historia y con ellas van los datos que encontré, los datos que tanto temen. Los gritos resuenan en las paredes. Adiós.

James Edman (Breakout)

domingo, 15 de marzo de 2015

Construyendo a Hearingman



Hace tres meses nuestra amada ciudad se encontraba sumida en las sombras y el caos. Salir a la calle suponía un gran riesgo. Los ladrones campaban a sus anchas, atacando a personas inocentes para quitarles el dinero que tanto les había costado ganar. Las bandas asesinaban ancianitas para hacerse con sus casas. Y la policía miraba impotente desde sus comisarías de mármol. Pero todo eso tuvo su final cuando llegó él. Cuando llegó Hearingman.

–¿Hearingman? No me gusta nada.

–¿Y tú que nombre escogerías?

–Superoído.

–¿Superoído? Es ridículo, suena a personaje de dibujos animados: Hoy presentamos superoído y el misterioso caso del sándwich desaparecido.

–Y Hearingman suena a nombre de noble inglés: Sir Hearingman su majestad ya puede recibirle.

–Yo soy el que se pone las mallas, así que yo decido el nombre.

–Vale, ya tenemos un nombre; aunque sea ridículo. Ahora necesitamos un pasado trágico. Lo más típico es que mataran a tus padres cuando eras pequeño.

–Sabes perfectamente que no tengo ningún pasado trágico, y no pienso decir que asesinaron a mis padres cuando viven tranquilamente en Florida. Seguro que nos podemos saltar ese paso, además ese pasado trágico suele permanecer oculto junto con la identidad del superhéroe.

–En eso tienes razón. Pasemos al siguiente punto de la lista, el look. Aquí hay que tomar varias decisiones: color, calzoncillos por dentro o por fuera, máscara o antifaz, capa sí o no…

–Amarillo, calzoncillos por dentro, antifaz, sí a la capa.

–El amarillo llamará un poco la atención de noche, mejor dorado si no te importa.

–No me importa, pero creía que lo que queríamos era llamar la atención.

–Sí. Pero dentro de unos límites. Ahora solo falta fabricar el traje y buscar un malo al que enfrentarnos.

–Y en unos meses seremos famosos.

–Y salvaremos la ciudad, no lo olvides.

–Claro que no lo olvido.

Los dos hombres abandonaron la sala, apagando la luz. El futuro superhéroe se colocó un casco de Chupa-chups y se montó en su vespa blanca. Condujo tranquilamente, con cuidado de no cometer ninguna infracción hasta su casa donde le esperaba su compañero de piso.

–¡Menudas horas de llegar! Y yo que creía que no te gustaba salir de fiesta ¿Dónde era?

No contestó. Se metió directamente en su cuarto. No era que se llevase mal con su compañero; simplemente sabía que no comprendería lo que planeaba hacer, igual que no comprendía que no tuvieran las mismas aficiones. Nunca hacía un esfuerzo en intentar aceptar que era diferente, no paraba de pedirle que le acompañara a fiestas con sus amigos ¿Acaso no comprendía que con su oído esos sitios eran terribles para él? Parecía que no, que no había asimilado que era capaz de escuchar el vuelo de una mosca tres pisos más arriba; así que no vería normal que se convirtiera en un superhéroe. Si se lo contaba lo primero que le preguntaría sería algo así como: “¿Para qué haces esa chorrada?” y lo malo era que no tenía respuesta, simplemente lo hacía porque sabía que era lo correcto, porque sabía que alguien tenía que hacerlo y si no era él no sería nadie. ¿Cómo le iba a explicar todo eso a una persona cuya mayor inquietud era no poder salir porque al día siguiente tenía examen? Lo que había dicho su amigo antes era cierto, todos los superhéroes tienen un pasado trágico que les motiva a hacer lo que hacen, él no; él solo tenía ganas por mejorar lo que le rodeaba, mejorar su ciudad para sentirse orgulloso de ella; quizás fuera ridículo, pero ¿Qué otra cosa podía hacer para aprovechar su audición superior? Pero no era cuestión de darle vueltas a todas las implicaciones psicológicas de sus actos, estaba demasiado cansado para hacer estupideces. Ya lo haría la semana siguiente cuando su socio y él se reunieran para ultimar los detalles finales.

El futuro Hearingman abrió la puerta del local. Su socio ya estaba esperándole con una caja enorme.

–¿Esperas derrotar a los malos de aburrimento? –le preguntó este en cuanto entró. –La justicia debe ser puntual.

–Había un poco de atasco. Cuando luche contra el mal seré más puntual, pero por ahora llegaré a la hora que me de la gana. ¿Qué hay dentro de la caja? ¿No será mi traje, verdad?

–Pues si lo es. Mi abuela se ha pasado toda la semana cosiéndolo, espero que te guste.

–Tu abuela? ¿Has metido a tu abuela en esto?

–¿Querías que lo cosiera yo? Se habría roto en cuanto te lo hubieras intentado poner. Pero te aseguro que mi yaya guardará nuestro secreto.

–Eso espero. Almenos será impresionante.

–Más de lo que te imaginas.

Abrió la caja y alzó un traje de cuero. El color más que dorado era un amarillo oscuro salpicado de unas pocas motas brillantes. Al principio le había asustado que con esos tonos fuera a parecer un adorno navideño, pero a la vista del resultado su temor no estaba justificado. El traje estaba dividido en dos partes: La primera consistía en unos pantalones ajustados con un brillo mate y unas costuras laterales en forma de cruz hechas con un hilo ocre y grueso. La otra parte era una guerrera con las mangas tan largas que necesitaban un agujero para que pudiera sacar los pulgares; pero lo más espectacular era la capa que llevaba cosida a la espalda. Era de una tela fina y brillante que ondeaba en cuanto se agitaba un poco, lanzando pequeños destellos dorados; pero lo que más le gustó fue ver que llevaba una especie de escudo con una H bordado.

–¿El símbolo? –preguntó a su compañero.

–Vi que lo habías dibujado en uno de tus cuadernos y supuse que te gustaría. Hay que reconocer que queda bien.

–¡Es perfecto! Dale las gracias a tu abuelita. ¿Y el antifaz?

–Está aquí –contestó lanzándole una pequeña tira de cuero –El diseño es un poco básico, pero no está mal

–Ahora lo que falta es dar a conocer a Hearingman al mundo.

–He investigado fichas de delincuentes reincidentes en la base de datos de la policía y he encontrado un par que podrían ser interesantes.

–Veamos… Harry Maybourne ladrón de coches y… James Combs prestamista. Me quedo con el primero; es menos violento, y tenemos que recordar que esta es nuestra primera vez.

–Por aquí hay alguien que no cree haber ido lo suficiente al gimnasio…

– ¡Claro que he ido! Tenemos que organizar el golpe. Aquí pone que este individuo acostumbra a robar siempre por las mismas calles. Que listo, así la policía le tiene que pillar siempre.

–No te creas, nunca patrullan por esas zonas; solo lo cazan cuando lo localizan en un coche robado, normalmente a más de 120km/h. Por eso lo elegí, porque nadie parece tener intención de detenerlo.

–Para eso estamos nosotros, el viernes lo detendremos.

– ¿Sabes que hoy es lunes? ¿Piensas esperar toda una semana?

–Más tiempo para prepararse, además el jueves tengo parcial de bioquímica y tendré que estudiar.

–Hearingman: Superhéroe a tiempo parcial.

El aludido dio un empujoncito a su compañero y los dos se pusieron a ultimar los detalles del plan.

Parecía que ese viernes la noche había decidido adelantarse, oscureciendo el cielo de forma prematura. No eran siquiera las seis y media de la tarde y Hearingman ya era incapaz de ver nada. Estaba escondido en una esquina asustado, embozado en su capa y cubierto por su antifaz. Durante la última semana había estado cuestionandose su gran plan. ¿Realmente pensaba saltar disfrazado delante de un delincuente y soltarle un eslogan para que dejara de dedicarse al mal? Evidentemente no era la mejor idea del mundo, eso sin tener en cuenta que todavía no tenía el eslogan.

Respiro nervioso, quizá hubiera suerte y no trabajaba esa noche. Escuchó. No había tenido suerte. Había ruido de pasos a unos diez metros, de un adulto de unos 70 kilos 1,89 de altura; su objetivo. Se concentró en su oído, ese hombre llevaba algo en la mano… metálico seguramente. Ya no avanzaba. Detectó un ruido nuevo, una fricción entre plástico y metal; estaba intentando forzar un coche. Era el momento de que Hearingman actuara. Sacó su pequeña taser. No parecía el arma de un superhéroe típico, capaz de detener a los criminales solo con la lucha cuerpo a cuerpo, pero conocía sus propias habilidades y sabía que necesitaba una pequeña ayudita para ganar.

Salió de su escondite. Apuntando al ladrón y forzando la voz para que fuera más grave dijo:

–Tengo la sensación de que ese coche no es suyo. Aléjese.

–Y yo creía que el carnaval ya había terminado. ¿De qué se supone que vas? ¿De estrella de navidad?

– ¡Soy Hearingman!

–Te voy a contar un secreto. Los superhéroes solo existen en los cómics, en la vida real solo son locos vestidos de colorines.

– ¡Aléjate de ese coche! No pienso permitir ningún delito en mi ciudad.

El ladrón se separó despacio del vehículo, con una sonrisa en la cara, y soltó la vara metálica que estaba utilizando para forzar el vehículo.

–Yo robo coches, no me meto en peleas, así que me voy a marchar tranquilamente y voy a ser honrado, al menos esta noche; pero si me permites antes quiero darte un consejo. Olvídate de Hearingman, hay gente muy peligrosa en esta ciudad que te haría picadillo antes de que tu capita dorada se agitase un poco. ¿Me entiendes?

Salió corriendo, alejándose de aquel lugar y dejando al superhéroe recién estrenado confuso y descolocado, con su capa moviéndose insistentemente a su espalda. Había conseguido evitar el robo de un coche, pero aun así no se sentía satisfecho; sentía que el traje de héroe le quedaba grande, que era demasiado para él.