Le empezaron a escocer los ojos.
Encendió la luz, así mejor. Miró su mesa. El elemento principal era su
portátil, con sus teclas negras y su superficie plateada tapada en parte por un
par de hojas de cuadros; el resto de la mesa también estaba tapada por papeles,
pero no en parte, se podía ver lo que en un principio fueron tres montones de
folios varios ahora mezclados entre sí formando un manto compacto de palabras revueltas
que amenazaba con colonizar el suelo. Aunque parecía imposible sabía dónde
estaba cada papel, pero aun así tenía que reconocer que era un desastre. No
podía evitarlo, le pasaba siempre que llegaban los exámenes; empezaba el
estrés, dudaba de su capacidad y en pleno ataque de ansiedad empezaba a
rebuscar entre todos sus apuntes un dato concreto y estúpido que probablemente
no había copiado.
En ese momento no podía decirse
que no tenía estrés, sería mentir de forma descarada, pero no era su peor
momento; y por eso mismo podía centrarse en el problema que estaba intentando
hacer. Si hubiese sido uno de los momentos malos, cuando estaba fuera de sí y
todo parecía imposible, se habría dado cuenta; pero se había relajado lo
suficiente como para abstraerse en el estudio. Así que no levantó la cabeza del
folio cuando sonó un ruido extraño, ni tampoco se fijó cuando salió un destello
por la ventana. Por eso mismo fue una de las pocas personas que no estaba
mirando a la calle en ese momento, y por eso no se enteró de que los
extraterrestres estaban de visita. Quizá resulte un poco extraño que para contar
la visita de seres de otros planetas me fije en una de las pocas personas que
no se enteraron de lo que estaba pasando, pero tiene su sentido. Mientras más
de la mitad del planeta miraba asustada las pequeñas naves espaciales que
habían aterrizado en mitad de las calles ella tecleaba un logaritmo neperiano
en su calculadora.
A la mañana siguiente se levantó
temprano porque tenía su primer examen de la temporada: bioquímica; y salió a
la calle sin encender el ordenador, escuchar la radio o mirar las noticias. Si
hubiera hecho alguna de esas tres cosas se habría enterado de que los políticos
habían declarado el estado de excepción, recomendando no salir a la calle y
cerrando todos los edificios institucionales; pero como no las hizo fue una de
las pocas personas que salió a la calle ese día. No lo hizo para convertirse en
un héroe o para demostrar su valor, lo hizo por pura ignorancia; si hubiera
sabido lo que pasaba la historia habría sido diferente: habría sido una persona
más encerrada en su casa con miedo a acercarse a las ventanas; pero la historia
no fue así.
Salió de casa pensando en la
secuenciación de péptidos con el reactivo de Edman, caminando con los ojos
medio cerrados como hacía siempre que salía pronto por las mañanas. Tardo un
poco, pero empezó a notar que pasaba algo raro: todas las tiendas estaban
cerradas, no había nadie en la calle y las casas tenían las persianas bajadas;
lo primero que pensó fue que era domingo y había salido un día antes, pero de
repente se topó con que eso no era verdad. Me gustaría aclarar que cuando digo
topó no quiero decir que halló por casualidad la respuesta, si no que chocó
contra ella; más concretamente chocó contra una nave alienígena. Evidentemente
se pegó un susto de muerte, ¿A quién se le ocurría dejar un trasto de ese
tamaño en mitad de la acera? A los cinco segundos, cuando la indignación se
convirtió en curiosidad, se fijó en que aquel trasto parecía mucho una nave
espacial. Quizá fuese por el cráter de
impacto que tenía debajo o por el pequeño ser que se estaba asomando por un ojo
de buey, nunca sabremos el motivo, pero el hecho es que se dio cuenta que
estaba ante la prueba de una invasión alienígena. Entró en pánico. ¿A quién no
le pasaría en una situación así? Empezó a hiperventilar incapaz de conseguir
que el aire entrara en sus pulmones, tenía miedo y sentía que debería marcharse
de ahí. Intentó correr hacia atrás, alejándose sin desviar la vista del
artefacto extraterrestre; lástima que no recordó el bordillo del paso de cebra.
Tropezó y cayó de espaldas. Antes de que lograra levantarse la puerta de la
nave se abrió.
Se quedó paralizada, viendo a un
extraterrestre por primera vez en su vida. Era un ser bajito y regordete con la
cabeza excepcionalmente reducida, de ojos pequeños, nariz grande y cuerpo
peludo. ¿Dónde estaba el hombrecillo gris de enormes ojos almendrados que
prometían las películas? La criatura que se le estaba acercando recordaba más a
un yeti en miniatura que a los humanoides estilizados que mostraba Hollywood.
Cada vez estaba más cerca y ella
no era capaz de moverse de lo aterrorizada que estaba. En menos de dos pasos
aquel ser alcanzó su posición; se agachó hasta mirar a sus ojos y cogiéndole de
los dos brazos la levantó del suelo.
Casi sin darse cuenta se dejó
guiar por el extraterrestre hasta el interior de la nave. Atravesaron un
pasillo oscuro que les llevó hasta un salón comedor que parecía terrestre con
su sofá bien acolchado, su pantalla plana y su mesa de madera. Se sentaron
cómodamente, como si fueran a ver una película.
--Argujik –dijo el extraterrestre
señalándose el pecho
--Ágata –contestó ella
comprendiendo que le estaba intentando decir su nombre
El ser sacó un papel amarillo y
con un lápiz hizo un dibujo rápido de la Tierra y lo señaló con uno de sus
dedos, preguntando sin palabras como se llamaba.
--Tierra –dijo ella mientras lo
escribía en el papel con las letras más claras que pudo hacer.
Argujik esbozó una sonrisa y
volvió a dibujar en el papel. Esta vez no le convenció el resultado de su obra
y lo tachó destrozando la hoja. Se puso a rebuscar, como si no tuviera otro
papel a mano y entonces Ágata le ofreció uno. No era gran cosa, un pequeño
ticket de reprografía de las fotocopias de orgánica, pero parecía bastar a la
vista de la mueca de felicidad que le dedicó el alien. Cogió el papelajo y esta
vez hizo tres dibujos: una pera con pelos, una lágrima oscura y una plantita
recién nacida. ¿Qué le quería decir? Lo miró detenidamente ¿Y si no era una
lágrima? Podía ser un pipo; así parecía tener más sentido: fruta, semilla y planta. Lo dijo en voz
alta señalando cada dibujo. Argujik escucho un momento, y después dijo:
--Zemiya. Argujil Zemiya Tiera.
Argujil Zemiya Tiera. –Volvió a repetir señalándose el pecho.
--¿Quieres se-mi-llas? –preguntó
Ágata marcando las sílabas.
--Ze-mi-yas, zemiyas –pareció
afirmar su nuevo amigo.
Tuvo una idea. Abrió el bolsillo
más pequeño de su mochila y de una bolsa de plástico sacó la manzana que
llevaba para después del examen.
--Fruta, semillas –dijo ofreciéndole
su merienda.
Él cogió la manzana y con un
pequeño cuchillo le quitó toda la carne hasta que llegó al corazón y pudo coger
las semillas que andaba buscando. Las colocó con delicadeza en un pequeño
cuenco y se abalanzó contra Ágata para darle un abrazo levemente agobiante.
Después de esta emotiva escena
ella abandonó la nave mientras en su interior Argujik comunicaba a los suyos
que había encontrado lo que estaban buscando. Ágata se alejó unos pasos del
vehículo hasta subir a la acera. Desde allí pudo ver como Argujik despegaba
abandonando el planeta seguido de todos su complanetarios que habían tenido una
experiencia menos agradable de su visita a esa roca azul.


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