domingo, 26 de abril de 2015

El futuro que nos espera



¡¡Riiing‼ Eran las 8:09. Apagó el despertador. Era martes, así que abrió el segundo cajón de la cómoda, donde tenía preparada la ropa de ese día y se la puso. Esperó de pie delante de la puerta hasta que el reloj de la entrada marcó las 8:32. Salió a la calle en el momento justo. Caminó a un ritmo constante, 4,3 km/h, evidentemente descontando los cinco semáforos en rojo en los que tenía que pararse siempre. A las 8:50 entró en la oficina, con tiempo para poder empezar a trabajar a las 9:00 en punto.

Encendió su ordenador e introdujo su contraseña. Las tres pantallas se iluminaron y se subdividieron en nueve pantallitas. En todos los recuadros que tenía a la vista se podían distinguir datos financieros que en principio no tenían nada de especial; pero un observador atento se habría dado cuenta de que algo no encajaba. Las fechas de las pantallas eran imposibles, no habían ocurrido aún. Ahí residía la gracia de su trabajo, no era un simple analista financiero, era un analista temporal. Dicho así parecía un trabajo grandioso, pero tampoco era para tanto. Sonaba mucho más interesante de lo que era en realidad. Se pasaba horas y horas delante de la pantalla copiando datos a un documento Word, solo para tener que modificarlos al día siguiente. Sabía que se le podía sacar mucho más rendimiento a esa tecnología, pero él no era más que un empleado que hacía lo que le mandaban. A pesar dela monotonía su trabajo no le molestaba en absoluto. Las emociones fuertes nunca habían sido lo suyo y sin embargo ahí estaba, haciendo un trabajo confidencial para una empresa de pasado incierto.


Realmente ese pasado no era tan oscuro para aquellos que estaban realmente informados. Todo empezó diez años antes, cuando Simon Ignatz, el fundador de la empresa estaba intentando sintonizar un televisor defectuoso. Por aquel entonces trabajaba como técnico para una conocida tienda de tecnología. Un día llegó una ancianita al establecimiento quejándose de que su tele de sesenta pulgadas recién comprada cogía los canales mal. Se llevó el aparato al pequeño taller que le proporcionaba la tienda y probó a encenderla: se veían todos los canales perfectamente, y además con una calidad excelente, se notaba que el trasto era caro. Como estaba en las condiciones adecuadas devolvió la televisión a su dueña y continuó con su vida tranquilamente.

Una semana después la mujer volvió al taller quejándose de que no le había arreglado la tele porque los canales estaban equivocados. Simon sospechó que el verdadero problema que tenía la señora era que tenía los canales desordenados y no sabía cambiarlos de orden. Era algo que no le iba a costar más de cinco minutos así que decidió ir a la casa de la mujer y hacerlo en un momento. Cuando llegó ahí descubrió que todo parecía estar en su sitio.

--Parece que está bien –le dijo a la dueña.

--¿Bien? ¿Qué forma de mentir es esa? Ahora tendría que estar la novela ¿Te parece que esto es la novela? Porque a mí me recuerda más al telediario.

En ese momento se quedó descolocado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué se veía algo que aún no tendrían que haber emitido? No tenía sentido, tenía que averiguar que estaba pasando; así que tuvo la mejor idea de su vida y decidió llevarse el aparato a su taller y darle uno nuevo a la señora.

Con calma descubrió que por algún extraño motivo la placa base del dispositivo captaba la televisión del futuro. Con mucha suerte y un poco de habilidad consiguió modificarla para elegir el momento que “sintonizar”. No podía creer lo que tenía delante, era una verdadera máquina de hacer dinero, su propio almanaque deportivo (y sin necesidad de tener un DeLorean).

Simon Ignatz siempre fue un tipo listo y rápidamente nadaba en dinero sin llamar la atención de nadie. Había aprovechado los sorteos televisados y algunos eventos deportivos para poder apostar. Nunca se llevó un premio gordo, solo pedreas y cosas por el estilo, para así poder acumular el dinero poquito a poquito. Podía haberse quedado ahí, sacando discretamente lo suficiente como para vivir holgadamente, pero era un verdadero emprendedor. Aprovechando sus nuevos ahorros, y el canal bolsa 24h, montó una empresita que se dedicaba a invertir aquí y allá en busca de algo de beneficio. Enseguida triunfó, se convirtió en un pilar de la sociedad y en uno de los hombres más ricos, al que nunca nadie le preguntaba de donde salían esos millones.

Simon, ahora convertido en el señor Ignatz, siempre tuvo la sensación de que con su televisor maravilloso, como lo llamaba él, podría haber hecho muchas otras cosas. Podría haber evitado desastres, haber salvado personas; pero también sabía que si se hubiera dedicado a eso en vez de ser una de las personas más respetadas del país, estaría en la cárcel o simplemente estigmatizado por los dirigentes; porque Simon sabía cómo funcionaba el mundo.

domingo, 19 de abril de 2015

La idea



Se levantó sonriente. Se sentía feliz. Por primera vez en mucho tiempo había dormido bien, sin despertarse cinco veces durante la misma noche. Mientras soñaba había tenido una gran idea para una nueva historia. Eso era nuevo, hacía ya mucho tiempo que su mente estaba vacía, seca, sin ideas. En ese momento la recordaba perfectamente, pero tenía miedo que se le fuera a olvidar como le pasaba siempre que se le ocurría algo mientras dormía. Para evitarlo estuvo pensando en su idea una y otra vez, obligándose a memorizarla hasta que podía recitarla como si fuera una tabla de multiplicar. Así comprobó que no se había equivocado y que valía la pena ponerse a escribir su nueva historia.

Volvió a repasar mentalmente la idea. Iba a intentar describir un futuro no muy lejano en el que las empresas publicitarias tendrían un gran peso en la sociedad gracias al gran poder económico que ganarían espiando a los consumidores para conocer sus hábitos y sus intereses y así poder venderles sus productos de forma más eficiente. Todo esto desbancando a la CIA y otras agencias tradicionales, pudiendo manejar gobiernos y determinando como iba a ser la vida de cada individuo. Ya estaba, se había convencido. Era perfecto, podía aprovechar el miedo que tenía la sociedad a que sus secretos fueran revelados, eso siempre triunfaba. Ahora solo tenía que convertirlo en palabras y crear algo original antes de que se le ocurriera a alguien más.

Era el momento. Se dirigió a su estudio con ilusión por escribir una vez más. Se sentó en la silla. Levantó con cuidado la tapa del portátil, dejando a la vista el teclado negro. Sacó el equipo del estado de hibernación al pulsar el botón de encendido para recuperar su sesión anterior. Se abrió en su navegador de Internet donde había estado viendo los periódicos la noche anterior, y en ese momento descubrió que la realidad le había robado su idea.

domingo, 12 de abril de 2015

El hombre sin hogar



Se sentía solo, como si no hubiera nadie a su alrededor, como si aquel no fuera su sitio y todas esas personas no tuvieran nada en común con él. Oía como se reían felices de bromas que él nunca llegaría a comprender, como comentaban situaciones en las que él nunca se vería involucrado. Estaba solo, si no hubiera nadie a su alrededor lo sentiría menos porque cuanta más gente la rodeaba más aislado se sentía. Necesitaba marcharse de ahí, ir a algún desierto donde no le acompañara nadie, así la soledad tendría sentido. Pero ahí, tenía la sensación de ser un náufrago en una isla rodeada de ciudades, incapaz de alcanzarlas por no tener un barco.

Había intentado acercarse, hablar con la gente, pero le habían rechazado. No había sido a posta, lo sabía; pero aun así no le querían ahí. Estaba acostumbrado, no era la primera vez que le pasaba y no sería la última. Lo sabía, por desgracia lo sabía.

En ese momento no había nada que pudiera hacer para mejorar su situación. Solo podía permanecer de pie con cara de imbécil, sonriendo a todo aquel que se cruzase en su camino. En momentos como ese tenía la sensación de que todo era una farsa, muy elaborada pero irreal. Presentía que todas esas personas que parecían disfrutar de una alegría y unión inalcanzables para él realmente se sentían solos. Pensaba que él no era diferente a ellos en absoluto, que todos fingían sentir algo que no sentían, encontrándose solos en una multitud. Pero enseguida ese pensamiento se difuminaba, cuando observaba de cerca a aquellas personas, cuando comprobaba como mantenían largas conversaciones.

Era muy diferente a ellos, tenía que aceptarlo, comprender que podía tratarse de una distancia imposible de saltar. Pero se negaba a hacerlo. Tenía esa imperiosa necesidad de tener cerca a alguien, de poder contarle lo que pensaba. Pero sabía que era imposible, para ello tenía que poder sentirse cómodo con más de dos personas a la vez. Quizá aquel no era el sitio para buscar su lugar, tal vez no podía encajar entre los miembros de ese planeta; pero ser el último de su especie era demasiado duro, aunque algún día tuviera que encontrar un hogar.