domingo, 30 de agosto de 2015

El hombre de cera


El hombre de cera se acercó al precipicio, dejando que las puntas de sus pies flotaran sobre el abismo. Asomó cuidadosamente la cabeza, no se veía el fondo, solo la uniforme pared bajando indefinidamente. No podía avanzar, su camino acababa en ese punto. Delante solo la esperaba una caída mortal y detrás solo se encontraría con el camino que acababa de recorrer.

Se sentó en el borde, balanceando las piernas en el aire. Hacía frío y su pequeño cuerpo modelado sufría escalofríos cada poco tiempo, pero no podía quejarse, pronto llegaría el sol. Ya no podía hacer nada, la noche llegaba a su fin y a la vez llegaría el fin del hombre de cera, derretido por el calor del día.


La noche había sido suya, explorando un mundo que normalmente estaba vedado por el calor. Al principio había sido feliz, todo a su alrededor era nuevo y mucho más excitante que las paredes de la bodega en la que vivía. Embargado por la emoción había avanzado tocando cada piedra y cada casa que salían a su paso. Había sentido por primera vez el tacto del ladrillo y el metal, ásperos y lisos bajo su mano. Había continuado su camino, abandonando el pueblo alegremente. Había contemplado las gotas de rocío sobre la hierba, como pequeñas perlas transparentes. Había levantado nubes de polvo con sus pequeños pies sin dedos. Había vivido toda una vida esa noche bajo la sonrisa de la luna. Pero como todo llegaba a su fin.


El tiempo, implacable, había seguido corriendo a su ritmo, ajeno a la felicidad de un pequeño muñequito de cera. Mientras este corría sobre rocas lisas el cielo adquirió una tonalidad cenicienta, amenazando con amanecer. Este cambio le sorprendió demasiado tarde, demasiado lejos como para regresar a casa. No tenía donde guarecerse durante el calor del día, su única esperanza era encontrar refugio más adelante en el camino.


Y ahí estaba en ese momento, sentado al final de un camino sin salida, tiritando por el frío del alba, esperando a que el sol de la mañana lo convirtiera en un charco sin forma.

domingo, 9 de agosto de 2015

EL gran ladrón



Dio vueltas por la oficina. Estaba harto de su trabajo. Era desagradable y encima no le permitía llegar a fin de mes. Miró el escritorio, las facturas sin pagar se acumulaban encima de su mesa, formando una montaña amenazante que no hacía más que crecer. Tenía que hacer algo, ¿Pero qué? El dinero no crecía en los árboles. Tenías que trabajar mucho para conseguir muy poco dinero; a no ser que fueras rico, que entonces tenías que trabajar muy poco para conseguir mucho dinero.

Se sentó cuando empezó a notar que se le cansaban las piernas. Por desgracia él no era rico, eso solucionaría todos sus problemas; pro uno no podía dejar de ser pobre de la noche a la mañana, para eso tus antepasados deberían haberse dedicado a robar con ganas en las generaciones anteriores. Aun podía ponerse él a ello para dejarles una fortuna a sus hijos, pero para eso tenía que hacerlo a lo grande y superar esa estrecha línea que separaba a un vulgar ladrón de un respetable hombre de bien. Sonrió con una sonrisa tan malévola que podría haber pertenecido a la bruja mala de un cuento infantil. Acababa de caer que gracias a su detestable trabajo podía hacerlo desde su incómoda silla del despacho, sin acercarse a sus víctimas potenciales.

Encendió su ordenador, pero se lo pensó mejor y le dio a apagar antes de que apareciese el escritorio. Sería mejor que lo hiciera desde otro terminal. Llamó a la puerta del despacho de su jefe. No recibió respuesta, claro que no. Solo aparecía a primera hora de la mañana para después marcharse a hacer lo que fuera que hiciese en su tiempo de trabajo. Abrió la puerta con un cuidado excesivo, como si esperase que de repente un perro guardián se le echara encima, y entró dentro.

El ordenador tenía contraseña, pero no suponía ningún problema superarla, todo el mundo sabía que era 1234. Una vez dentro accedió a las páginas web de varios bancos de las islas Caimán y de Suiza para crearse cuentas para guardar el dinero. Esperaba que le pidieran un montón de datos, pero para su sorpresa le resulto excepcionalmente sencillo. Ya había empezado, ya había entrado en el selecto grupo de delincuentes que acumulaba su dinero en el extranjero. Ahora solo le faltaba el dinero. No era muy difícil, para algo trabajaba para una eléctrica. Accedió al sistema de contadores y aumentó ligeramente el gasto de miles de casas, desviando el extra a sus nuevas cuentas. Para cada familia podía suponer como mucho un euro más al mes, pero sumándolos todos para él era una buena suma.


Habían pasado casi cinco años desde que realizara su robo y la vida le sonreía. Había blanqueado fácilmente su dinero comprando un número de lotería premiado y después de eso su fortuna no había hecho nada más que crecer. Lo peor era que ni siquiera la gastaba, se había hecho un nombre y en cuanto entraba por la puerta de los establecimientos conseguía gratis cosas que a una persona normal le costaría meses de sueldo. Era rico, no necesitaba trabajar, pero no se sentía a gusto; no era que necesitase más dinero, queja que sorprendentemente era habitual entre la gente con su recién adquirido poder adquisitivo, lo que le pasaba era que cada vez que gastaba su dinero recordaba como lo había logrado. Quizá tuviera más remordimientos que la media pero no podía seguir así.
Se levantó de la silla. El resto de asistentes de la cena de gala se le quedaron mirando, preguntándose qué le pasaba. No podía más así que habló:

                – Siento confesar que no soy la persona que creíais. Mi fortuna es fruto de un robo sofisticado, no del azar. Me quedé con dinero que pertenecía a cientos de miles de personas y lo he estado utilizando, despilfarrándolo como si fuese mío. Me siento culpable y quiero que todos lo oigáis. Solo soy un vulgar ladrón que no merece estar aquí. Cualquier trabajador se ha esforzado más para conseguir su dinero y sin embargo este no es comparable con el mío. No debería ser así, yo no debería estar aquí disfrutando de algo que no me pertenece. Sé que os sorprenderá esta declaración pero es la verdad.
Se alejó de la mesa dispuesto a marcharse y cuando ya casi había abandonado el edificio oyó hablar a otro de los asistentes:

                – Qué imbécil. ¿Cómo cree que hemos llegado los demás hasta aquí?