Aquel fue uno de esos días. Ya
sabes a qué me refiero. Sales temprano de casa, para ello no has desayunado, te
apresuras al trabajo y de alguna manera llegas tarde. En el trabajo te llevas
una bronca y descubres que tienes pendiente tu trabajo y el de tu compañero que
ha decidido tomarse las vacaciones por adelantado diciendo que se encuentra
mal. Tú sabes que eso no es verdad, estás viendo las fotos que está subiendo a
internet, presumiendo de no trabajar. Por desgracia eres una buena persona así
que te pones a hacerlo todo, evidentemente empezando por la parte de tu
compañero. Terminas esa parte rápido y piensas: “Al final lo voy a hacer todo y
me va a sobrar tiempo”. No, te equivocas. En cuanto empiezas con tu trabajo tu
ordenador decide actualizarse, tienes paciencia y esperas, tampoco puede tardar
tanto. Después de tres cuartos de hora de estar sentado con los brazos cruzados
leyendo: “Por favor no apague el equipo, instalando actualizaciones” descubres
que saldrás un cuarto de hora tarde como mínimo.
Se hace la hora de comer y tú
todavía no has empezado con tu trabajo, vas fatal. Corres a la sala común para
calentar tu comida y te encuentras una cola inmensa delante del microondas,
compuesta por personas que no tienen prisa y pueden permitirse hablar, tú no.
Esperas tu turno tamborileando los dedos sobre la tapa del taper, cuando esté
caliente volverás a tu puesto y comerás mientras trabajas. El hombre que está
justo delante mete su recipiente en el aparato, también con prisas, miras, ha
puesto cuatro minutos, treinta segundos más y puede fundir los cubiertos. Pasa
el tiempo, tres minutos cincuentaicinco segundos viendo girar la comida de
otro. ¡Puuum! Estalla. El plástico se había hinchado demasiado. Piensas: ¿Quién
mete el taper cerrado? La respuesta es bastante sencilla, el imbécil que tienes
delante que acaba de estropear el único microondas. Teniendo en cuenta el humo
negro que sale ya no puedes calentar tu comida. Te vuelves a tu mesa teniendo
la sensación de que acabas de tirar diez minutos de tu vida a la basura. Te
tomas tu comida fría mientras tecleas. Está asquerosa, pero no tienes otra
cosa.
Termina el tiempo del descanso y
oyes como todos tus compañeros vuelven a sus sitios, hablando de cualquier
cosa, vageando como tú no puedes si no quieres empalmar con la jornada de
mañana. La tarde avanza y a ratos crees que vas a poder acabar, pero entonces
descubres un fallo garrafal y tienes que deshacer la última media hora de
trabajo. Cuando por fin has acabado, diez minutos antes de la hora de salida y
solo te queda guardar el documento, suena la alarma de incendios. No te
sorprendes, sabías que el simulacro sería esa semana pero confiabas en que
fuera cualquier otro día. Bajas corriendo como se debe hacer, sobre todo porque
el inspector de bomberos ha decidido ponerse justo a tu lado y prácticamente te
empuja lejos de tu ordenador. Veinte minutos en la calle sin abrigo hasta que
por fin puedes volver. Subes corriendo los seis pisos, los ascensores están
totalmente colapsados y te encuentras con que el ordenador se ha quedado sin
batería. Lo enciendes mientras pides clemencia a los dioses de la informática,
pero no te escuchan. Se han perdido las últimas modificaciones, cuarenta
minutos de trabajo. Ya sabes lo que había escrito así que no te desesperas e
intentas que nadie se dé cuenta de que estás hiperventilando. Tecleas más
rápido que nunca, casi no llegas a ver tus dedos y en quince minutos está
prácticamente terminado. Gastas otros doce minutos reescribiendo todas las
palabras mal escritas, no quieres que el jefe crea que eres disléxico. Vas a
mandárselo por correo, cinco minutos hasta que se sube el archivo, dos hasta
que el navegador deja de estar colgado y cuando tu feje lo recibe va y te manda
un WhatsApp con un reloj en el que pone tarde. Te dan ganas de gritar, pero
está pasando la señora de la limpieza y no quieres que crea que estás loco.
Bajas, esta vez en ascensor y
coges el coche para volver a casa, descubres con horror que alguien le ha hecho
una raya enorme. Estas furioso y das una patada a la columna más cercana, lo
que únicamente sirve para que compruebes la alta resistencia del cemento y lo
molesto que puede ser un simple meñique del pie. Conduces a casa, siempre por
debajo del límite de velocidad, no quieres completar el día con una multa.
Cuando por fin llegas a tu piso descubres que te has dejado la luz encendida y
una ventana abierta. Te preguntas: ¿Apago la luz? Pero no tiene sentido, la vas
a necesitar. Te tumbas en el sofá y coges una ensalada preparada del
frigorífico, no tienes hambre, solo quieres tumbarte en la cama y que sea otro
día. Te metes dentro sin llegar siquiera a encender la tele y te echas el
abrigo por encima de la manta, la casa se ha refrescado bastante durante el
día.
Cierras los ojos y estas
empezando a perder la conciencia cuando una luz potente atraviese tus parpados,
haciendo que instintivamente pongas la mano delante de tus ojos. Quieres
preguntar: “¿Quién es?” pero lo único que consigues articular es “qummssm” No recibes
respuesta así que te giras para seguir durmiendo. La luz te sigue así que al
final te ves obligado a abrir los ojos. Es un policía. Te pregunta donde está
alguien que no conoces. Esta sorprendido. Comprueba sus papeles y ve que se ha
equivocado de dirección. Te pide disculpas. Dice que no quería molestar, que la
próxima vez comprobará antes la dirección. A ti no te importa, no esperas que
vuelva a ocurrir. El hombre se marcha todavía disculpándose. Te quedas solo en
casa otra vez. Sigues cansado pero ya no te apetece dormir.
Sales a la terraza a despejarte
un poco. Aún queda un rato para que sean las doce y se acabe este maldito día.
No es mucho, esperas que no pase nada ¿Qué te puede ocurrir en tan poco tiempo?
Muchas cosas, o al menos eso estás pensando. No hay que ser pesimista, eso te
lo repites mientras ves cómo lo último que te habrías imaginado se hace
realidad ante tus ojos, completando tu día.
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