Se paró. Dejó que el aire le
hiciera ondear el pelo a la espalda. Disfrutó de la sensación de libertad que
le proporcionaba ese momento: notar como cada uno de los mechones latigueaba en
una dirección, sentir como se le enrojecían las mejillas por la caricia del
viento, apreciar el susurro de las hojas agitadas sin parar. Disfrutó de esos
segundos maravillosos que parecían extenderse de forma infinita. Disfrutó
temiendo que el momento terminara y la realidad volviera llevando consigo las
prisas y el ruido del mundo. Abrió los ojos y miró al cielo, vio una bandada de
estorninos volando a través de las nubes, dibujando una flecha con sus cuerpos
negros.
Sonó una alarma. La magia del
momento se rompió para siempre. La realidad regresó, imponiéndose a cualquier sensación
de paz o tranquilidad que hubiera antes. La alarma seguía sonando, avisándole
de que debía marcharse. Volvió a andar mientras miraba a su alrededor. Conforme
avanzaba la masa de árboles iba disminuyendo, convirtiéndose en un mero
recuerdo de naturaleza en mitad de la incontestable presencia del metal.
Adoraba visitar el bosque siempre que podía, todos los meses compraba todo el
tiempo de estancia que tenía disponible. Cada vez el gobierno sacaba menos
horas a la venta y resultaba más difícil comprarlas. Aun así debía considerar
que tenía suerte, vivía al lado de bosque más grande del planeta con más de 20
hectáreas, la mayor parte de la gente visitaba un bosque una única vez en su
vida, con suerte; ella lo hacía una vez al mes.
El despertador sonó, eran las
cinco de la mañana. Se vistió deprisa, tropezando al ponerse el pantalón. No
desayunó, ya lo haría más adelante. Salió corriendo de casa. Eran las cinco y
media cuando llegó a la oficina gubernamental, aún no habían abierto pero ya se
podía ver a un par de personas esperando en la puerta. Se puso a la cola y
esperó. A las siete de la mañana abrieron las puertas. Había hecho bien en
llegar pronto, a su espalda se había formado una cola muy larga, vio familias
enteras con niños somnolientos y millonarios con traje. Nada más abrirse la
entrada el panel luminoso le indicó que tenía disponible el mostrador número 3.
Se situó delante del vendedor y se dispuso a realizar la compra:
–Buenos días, bienvenida a la oficina gubernamental de ventas. Aquí
encontrará a su disposición múltiples servicios y artículos de venta controlada
–dijo el hombre antes de que diera al pulsador solicitando sus servicios –hoy puede comprar de forma exclusiva una
consulta sanitaria a mitad de precio o reservar nuestro nuevo producto: una
auténtica hoja de papel
–Perdone –le interrumpió como pudo –venía a comprar tiempo de estancia en la reserva natural amazónica
– Siento comunicarle que a raíz del decreto B3-37-2092 se anula la
excepción 5-42 del decreto D2-41-2079 con lo que se prohíbe de forma tajante
cualquier visita a las reservas naturales.
Se sintió decepcionada ¿No iba a
poder visitar el bosque nunca más? ¿Por qué hacían eso? Su vida le estresaba y
su visita mensual al bosque era el único momento de paz que había logrado encontrar,
pero ahora se lo arrancaban de las manos. A su alrededor la noticia empezaba a
hacer efecto; varias personas, las identificó como compradores habituales,
estaban vociferando y exigiendo explicaciones sobre la medida; en poco tiempo
el ambiente se había caldeado, la mayor parte dela gente estaba ahí para
comprar tiempo de estancia, recorrían kilómetros solo para estar en esa oficina
y cuando llegaban se encontraban que todo había sido inútil, normal que se
enfadaran. Se marchó, no hacía falta ser muy inteligente para saber que alguien
insultaría a uno de los vendedores, este llamaría a seguridad, una persona
empujaría al de seguridad y este llamaría a la policía; y ella no quería estar
ahí cuando pasase.
Había pasado una semana desde que
no pudo comprar tiempo de estancia. En la tele habían dicho que la medida
intentaba impedir la aparición de desprecio hacia la vida urbana y la
consiguiente bajada de productividad. A pesar de eso seguía siendo incapaz de
comprender la medida. Un momento de descanso no podía ser antiproductivo. Ella
lo necesitaba. Llevaba días pensando que no volvería a aquel lugar, que no
podría sentir esa libertad de nuevo y le resultaba insoportable. Nunca se había
saltado una sola norma, pero no podía más; no podía esforzarse, dar su vida por
la sociedad, cuando esta no le devolvía nada a cambio; únicamente le quitaba
sus derechos para poder exprimir más su trabajo. No podía. Iba a saltarse las
normas, a hacer algo ilegal. Tampoco pensaba cometer un gran delito; solo quería
volver al bosque una última vez, sin tiempo límite, sin hora de llegada, sin
itinerario; libre. No iba a ser fácil, todas las entradas estaban vigiladas de
forma informatizada y algunos árboles incluían sensores de movimiento, pero
tenía una gran ventaja: conocía el lugar. Estaba decidido, la semana siguiente
entraría en el bosque.
La luz iba cayendo lentamente,
dejando que el cielo pasara de un dorado brillante a un púrpura oscuro antes de
que las farolas se encendieran dibujando círculos blancos en el suelo. Era el
momento. Se levantó del banco en el que había estado sentada y caminó
tranquilamente en dirección al parque. Durante esos días había desarrollado un
plan para entrar. Todo el perímetro estaba vigilado a excepción de un punto: el
rio, esa sería su puerta de entrada. Cuando llegó a la orilla se quitó la ropa
lentamente, guardándola con cuidado en una bolsa impermeable que llevaba para
ese propósito. Se sumergió de un salto en el agua helada y agitó con fuerza sus
piernas desnudas para bucear lo más rápido posible. Cuando sus pulmones ya no
podían más y sentía la imperante necesidad de inhalar aire subió. Estaba dentro
del bosque. Se vistió deprisa porque la humedad y el frío de la noche le
estaban poniendo la piel de gallina. A esas horas el lugar parecía distinto,
más siniestro; pero también tenía una belleza única. La escasa luz que llegaba
se reflejaba en las hojas de los árboles perfilando su contorno con un conjunto
de manchas plateadas. Escuchó, el silencio propio del lugar parecía más
intenso, más auténtico. Empezó a andar despacio, dejando que sus pies le
llevaran como movidos por la inercia. Mientras paseaba fue acariciando con
suavidad la corteza de los árboles: Algunos eran ásperos, otros lisos; sintió
las cicatrices de varios, símbolo de los años que habían vivido, desde antes de
que ella naciera; mucho antes. Disfrutó de las maravillas de ese lugar, su paraíso
particular.
Continuó avanzando
tranquilamente, sin necesidad de seguir los senderos; hacia el corazón del
bosque. Se paró de golpe. Algo había perturbado su paz…, un sonido ¿Era una
máquina? ¿Qué podía hacer ahí? Siguió con cautela el sonido, procedía de una
zona elevada. Vio una enorme excavadora arrancando los árboles de raíz y desechándolos
sin ningún cuidado a un enorme contenedor ¡Estaban destruyendo el bosque! Se quedó
observando la operación boquiabierta, hipnotizada por la destrucción que estaba
teniendo lugar. Vio como la pala de la excavadora se hundía en la tierra y
subía levantando una gran nube de polvo mientras un tronco centenario se derrumbaba
contra la hojarasca del suelo, despidiéndose de la existencia.
– Triste ¿Verdad? –dijo una voz a su espalda
Se volvió rápidamente. El que
había hablado era un anciano de casi ochenta años que se apoyaba en una gayata
¿Cómo habría podido entrar?
– Si, mucho. Entonces ¿Prohibieron la entrada para hacer esto? ¿Mintieron
al decir que querían aumentar la productividad solo para que la gente no
protestara? ¿Para qué no se supiera lo que iban a hacer?
–Claro –dijo el anciano tranquilamente
–Pero ¿Para qué lo hacen?
– ¿Para qué se hacen las cosas? Para sacar un beneficio. Despejan una
parte del bosque y construyen un edificio de viviendas de lujo en el terreno,
además utilizan los troncos para fabricar papel que venden como artículo de lujo.
Estaba sorprendida, no entendía
como podían destruir la mayor reserva natural del planeta solo para ganar
dinero; no comprendía en absoluto que fueran capaces engañar a la ciudadanía
que representaban para poder beneficiarse
– ¿Cómo son capaces de hacerlo? –preguntó
Nadie le contestó. Miró para atrás,
el anciano se había ido tan sigilosamente como había llegado. Solo quedaba un
papel en el suelo que ponía: REBELATE.
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