Las volutas de humo se deshicieron suavemente
ante sus ojos. Se sumergió en la noche, fundiéndose en la oscuridad como una
sombra más. Avanzaba delicadamente, invisible para el resto de habitantes del
bosque, igual que un fantasma surgido de las peores pesadillas. En aquel
momento y en aquel lugar el mundo se abría a sus sentidos más perfecto que
nunca. Escuchaba el constante rumor del aire cruzándose con su cuerpo,
ensordecedor para casi cualquier otro oído; pero él además podía apreciar cada
ramita que se rompía bajo el peso de un pájaro o cada pisada de una ardilla
sobre las hojas secas. Olía a tierra mojada y a hierbas aromáticas acompañadas
por el dulce aroma de las flores nocturnas. Sentía el frescor de esas horas
sobre cada centímetro de su cuerpo.
Era el rey de ese lugar, lo sabía
perfectamente, igual que lo sabían todos aquellos que se paraban a su paso. Era
el señor del bosque, el único capaz de decidir el destino de todo lo que se
escondía entre sus troncos. Disfrutaba de la tranquilidad que le proporcionaba
su situación, esa clara sensación de que nadie se iba a atrever a molestarle;
esa capacidad de caracolear entre los árboles más cercanos con la seguridad de
que los troncos se apartarían para hacerle hueco.
Se elevó sacudiendo enérgicamente sus alas
membranosas. Se extendió y dejó que las corrientes de aire le mecieran
lentamente. Muchos creían que daba sus paseos nocturnos para demostrar su
presencia y aterrorizar a todo el que pudiera verle, no le entendían; Salía
todas las noches para poder sentirse libre, para poder estar solo, alejado del
miedo que veía en las caras. Le gustaba ser respetado, pero odiaba ser temido,
ni siquiera entendía porque le pasaba. Podía reconocer que su silueta negra
resultase un poco intimidante, o que sus colmillos fueran excesivamente largos;
pero nada de eso justificaba la reacción que provocaba su presencia. Si al
menos se comiera a la gente o la achicharrara viva, pero nunca había hecho nada
de eso. Siempre había tenido un comportamiento intachable, ¿Y cómo le pagaban
su amabilidad? Mandando a locos de brillante armadura a acabar con su vida.
Sus
hermanos habrían destruido trece aldeas al ver la primera lanza, él en cambio
simplemente lanzaba su llama al aire, mostrando su indignación. Pero sus
hermanos ya no estaban ahí; vieron la primera lanza, pero nunca vieron la
segunda. Él era el último de los suyos, el único que se negaba a morir a manos
de los humanos.
Se acercaba el amanecer. La luz empezaba a
subir, destacando sus escamas negras sobre el cielo gris. Era hora de volver a
casa. Plegó sus grandes alas, pegándolas al cuerpo y descendió en picado hasta
la pequeña entrada del pozo que hacía siglos había convertido en su hogar. Las
leyendas de los hombres siempre habían dicho que ellos acumulaban tesoros; llevaban
bastante razón. Tenían un gusto especial por todos los objetos brillantes, no
solo por los que resultaban valiosos para esas bestias bípedas. Por eso aquella
cueva resultaba ideal para él. No había necesitado saquear ciudades en busca de
estúpidos círculos de metal, las mismas paredes del refugio tenían incrustados
bellos cristales de colores que refulgían con fuerza en cuanto los rozaba un
rayo de Sol. Se tumbó en el lecho de pajas, cerrando sus profundos ojos
amarillos. Se durmió más bello que nunca, convertido su cuerpo oscuro y apagado
en un festival de matices por las luces que le llegaban desde cada uno de los
costados.
Un ruido extraño partió su sueño por la
mitad. Abrió los ojos lentamente, dejando que la tenue luz de la estancia
penetrara por sus pupilas alargadas. No tenía prisa, se consideraba bueno, y si
había algún intruso en su hogar quería que pudiera disfrutar de unos últimos
segundos de vida. Porque podía perdonar cualquier cosa menos que le despertaran
en su guarida; nadie sobrevivía a eso. Cuando por fin terminó de abrir los ojos
y miró lo que tenía alrededor descubrió que un joven humano intentaba
esconderse sin mucho éxito en una esquina de la cueva.
– ¿Quién eres, simple mortal que osas
irrumpir en mi morada e interrumpir mi sueño sagrado? –preguntó con su voz
grave, intentando asustar al infeliz muchacho – ¿Acaso no sabes que ningún
hombre ha sobrevivido tras posar sus pies en el suelo de mi morada?
– ¿Alguien lo ha intentado alguna vez?
Era impertinente el chaval. Claro que nadie
lo había hecho, hasta ese momento le habían temido o respetado lo suficiente
como para no molestarle; y así se había evitado tener un enfrentamiento directo
con ningún humano.
–Esa no es la cuestión. Has entrado en mi
hogar, y a no ser que tengas un gran motivo para ello ese será el último error
que has cometido.
–Había oído hablar mucho sobre el negro
leviatán de amarillos ojos iracundos que amenaza al pueblo hace generaciones
con su fuego abrasador y su sombra tenebrosa. Y quería mirarlo de cerca antes
de acabar con su vida milenaria y librar a la humanidad de su horrible
presencia.
El miedo ensombreció unos segundos sus viejos
ojos dorados. Sabía que debía hacer, debía extender su largo cuello escamoso y
lanzar una llamarada tan ardiente que derritiera la pared de la cueva y las
raíces de los árboles cercanos. Pero no pudo. Después de varios siglos de vida
no pudo, porque tras tanto tiempo sería la primera vez que matara un animal que
se fuera a comer; un animal que parecía tan indefenso delante de él.
– ¡Hazlo! –Gritó, enfadado consigo mismo por
no tener el valor de defenderse – ¡Vamos! ¡Mátame! Destruye al último señor del
bosque por ser grande y oscuro, aniquílalo porque no te gusta su aspecto
¡Vamos! Acaba con el último ser de una especie ancestral porque sobrevuela tu
casa ¡Hazlo! ¡Vamos! ¡Mátame!
El joven dio vueltas a su diminuta y
sofisticada arma, inseguro de que hacer, dudando de que riesgo suponía
realmente aquel ser.
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