Los primeros rayos de luz se filtraron por la
pequeña claraboya. Era el momento de levantarse. Se miró al espejo y empezó a
vestirse. Se puso una camisola corta de algodón y se cubrió por encima con su
vieja capa de lino; no pensaba salir de la zona cubierta así que no necesitaba
más protecciones. Dejó su iglú de adobe encalado, comprobando que la doble
puerta de entrada quedaba bien cerrada. Caminó despacio bajo el techo de cañas,
viendo como ondeaban los velos translúcidos que caían a ambos lados de la calle.
A su alrededor la gente dejaba correr su
vida, nerviosos como ella. Se cruzó con un grupo de buscadores de lagartos que
volvían de una noche de trabajo, llenos de arena y cansancio, pero con menos de
media docena de presas raquíticas. En algunos portales se veía a los ancianos
sacar los calderos y los husos para hilar las bolas de telarañas que les habían
llevado los nietos con su entusiasmo infantil. Todas las tiendas permanecían
cerradas, si conseguían mercancía abrirían al mediodía; pero muchas no abrirían
ese día, ni tampoco al siguiente.
Continuó andando hasta la plaza central. Miró
el cilindro de tela del centro, los tres velos que protegían el agua verde. El
velo de lana gruesa, representando a los pastores y los buscadores de lagartos
que salían todas las noches para conseguir que todo el mundo pudiera comer; el
velo de lino, que representaba a la gente de las cuevas y los tejedores que
preparaban las telas con las que frenaban el sol, y el velo de seda de araña,
su velo, el velo de los cazadores de agua. Pero no se detuvo ahí, el cilindro
no era su objetivo. Se dirigió a un extremo de la plaza, donde estaba el reloj.
La cuenta atrás casi había terminado, por la noche llegaría a cero y ella
partiría a conseguir agua. La cuenta había empezado un año antes, el último día
de lluvia, señalando como se iban acabando las reservas de la aldea. Se sentó
en el suelo, esperando pacientemente a que se terminara el día.
Se estaba poniendo el sol y la temperatura
bajaba rápidamente. Se levantó. Miró el cielo a través de las telas, no había
ninguna nube, no iba a llover antes de que se parara el reloj. Ocurrió unos
minutos después, cuando había oscurecido del todo y se había acumulado una
multitud alrededor. Era su momento, lo sabía. El sacerdote se abrió paso entre
la gente hasta apoyarse en el reloj.
–El agua se ha acabado. –Declamó para hacerse
oir. –Es la hora de los cazadores de agua. Mañana deberán marcharse en una
búsqueda desesperada para no volver hasta que hayan logrado su objetivo.
Muy dramático pensó al escucharlo, ella había
salido ya dos veces y había conseguido regresar sin problemas. Pero lo cierto
era que tenía que marcharse al día siguiente y debía estar preparada.
Había dormido poco. Aún faltaban un par de
horas para que saliera el sol y hacía frío, pero no le importaba, quería salir
lo antes posible. Recogió el poco equipaje que tenía preparado desde principios
de semana y abandonó la aldea montada en uno de los camellos más jóvenes.
Avanzó deprisa, aprovechando que a esas horas el animal no se asfixiaba bajo el
terrible cielo despejado.
Observó el amanecer desde una posición
privilegiada, viendo como el horizonte se fundía con la arena en un brillante
tono dorado, como se iluminaba hasta adquirir un perfecto color azul. Sabía que
en ese momento los demás cazadores de agua estarían preparándose para partir,
pero en su opinión merecía la pena madrugar aunque fuera simplemente para
disfrutar de ese juego de luz. Además salir antes le permitía sacar ventaja a
los otros y evitar un posible encuentro tenso, como decía siempre su abuela: «La sed convierte la amistad en arena fina»;
y si los cazadores de todas las aldeas buscaban la poca agua que quedaba bajo
las rocas alguien debía volver de vacío y no sería ella.
Abrió su mochila y cogió su capa de viaje, estaba
hecha de una tupida tela de seda de araña que permitía que al estirarla
adoptase la forma de su cuerpo, protegiéndola por completo del calor y de los
arañazos de la arena. Se relajó mientras avanzaba sin descanso. El camino que estaba
siguiendo era sencillo, solo tenía que continuar recto hasta llegar a los
dientes de roca.
Ya estaba anocheciendo cuando pudo distinguir
la sombra de la formación rocosa, el camello que había escogido era rápido,
normalmente no llegaba hasta la mitad del segundo día; si no dormía podría
llegar esa misma noche. Podía pasar una noche en vela, pero era mejor que
comiera si tenía la intención de acarrear varios litros. Sacó con cuidado su
reserva de agua verde y con una pequeña cucharilla comió algo del poso de las
algas, dejando el resto por si acaso no lograba su objetivo tan pronto.
Cuando llegó a los dientes descubrió que no
era la primera cazadora que visitaba el lugar. Un joven de otra aldea estaba
recostado a la sombra de un montículo de piedra, seguramente extenuado por el
viaje inútil.
–Está todo seco. ¡Seco! Ni una sola gota.
Tres días de viaje para nada. –se lamentaba este.
Tenía razón, se podía ver que las pocas
plantas que conseguían crecer en aquel lugar estaban marchitas. Tocó una. Se
deshizo en el momento. Hacía mucho tiempo que el agua no aparecía por ese
lugar. Últimamente el agua era cada vez más esquiva, cuando era una niña solía
llover cinco o seis veces en un año, ahora había suerte si lo hacía dos veces.
Más gente, menos agua; era una mala combinación. Al mediodía debería avanzar
más lejos, así que descansó al lado de su compañero de otra aldea.
Durmió poco y mal, despertándose cada poco rato
para vigilar al otro cazador; aunque realmente no lo necesitaba, el joven
estaba totalmente destrozado. No le extrañaba, no era la primera persona que se
quebraba ante la sequía; incluso había estado a punto de pasarle a ella en su
primera salida. Pero a pesar de todo había continuado y había descubierto el
secreto que estaba a punto de salvar a su gente.
Partió lo antes posible, adentrándose en un
mar de dunas en el que miles de hombres se habían perdido, siguiendo un camino
que solo ella podía ver en su cabeza. La arena volaba hacia su cara, obligándole
mantener la cabeza gacha y los ojos cerrados. El viento silbaba en sus oídos impidiéndole
escuchar lo que había alrededor. Era solo la tercera vez que recorría ese
camino y aun así confiaba en su memoria. Si tenía suerte llegaría a su destino,
si no se perdería en un mar de arena. No tenía sentido preocuparse, en dos días
llegaría al viejo pozo y recogería cinco, quizá siete litros de agua.
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