¡¡Riiing‼ Eran las 8:09. Apagó el despertador. Era martes, así
que abrió el segundo cajón de la cómoda, donde tenía preparada la ropa de ese
día y se la puso. Esperó de pie delante de la puerta hasta que el reloj de la
entrada marcó las 8:32. Salió a la calle en el momento justo. Caminó a un ritmo
constante, 4,3 km/h, evidentemente descontando los cinco semáforos en rojo en
los que tenía que pararse siempre. A las 8:50 entró en la oficina, con tiempo
para poder empezar a trabajar a las 9:00 en punto.
Encendió su ordenador e introdujo su contraseña. Las tres
pantallas se iluminaron y se subdividieron en nueve pantallitas. En todos los
recuadros que tenía a la vista se podían distinguir datos financieros que en
principio no tenían nada de especial; pero un observador atento se habría dado
cuenta de que algo no encajaba. Las fechas de las pantallas eran imposibles, no
habían ocurrido aún. Ahí residía la gracia de su trabajo, no era un simple
analista financiero, era un analista temporal. Dicho así parecía un trabajo grandioso,
pero tampoco era para tanto. Sonaba mucho más interesante de lo que era en
realidad. Se pasaba horas y horas delante de la pantalla copiando datos a un
documento Word, solo para tener que modificarlos al día siguiente. Sabía que se
le podía sacar mucho más rendimiento a esa tecnología, pero él no era más que
un empleado que hacía lo que le mandaban. A pesar dela monotonía su trabajo no
le molestaba en absoluto. Las emociones fuertes nunca habían sido lo suyo y sin
embargo ahí estaba, haciendo un trabajo confidencial para una empresa de pasado
incierto.
Realmente ese pasado no era tan oscuro para aquellos que
estaban realmente informados. Todo empezó diez años antes, cuando Simon Ignatz,
el fundador de la empresa estaba intentando sintonizar un televisor defectuoso.
Por aquel entonces trabajaba como técnico para una conocida tienda de
tecnología. Un día llegó una ancianita al establecimiento quejándose de que su
tele de sesenta pulgadas recién comprada cogía los canales mal. Se llevó el
aparato al pequeño taller que le proporcionaba la tienda y probó a encenderla:
se veían todos los canales perfectamente, y además con una calidad excelente,
se notaba que el trasto era caro. Como estaba en las condiciones adecuadas
devolvió la televisión a su dueña y continuó con su vida tranquilamente.
Una semana después la mujer volvió al taller quejándose de
que no le había arreglado la tele porque los canales estaban equivocados. Simon
sospechó que el verdadero problema que tenía la señora era que tenía los
canales desordenados y no sabía cambiarlos de orden. Era algo que no le iba a
costar más de cinco minutos así que decidió ir a la casa de la mujer y hacerlo
en un momento. Cuando llegó ahí descubrió que todo parecía estar en su sitio.
--Parece que está bien –le dijo a la dueña.
--¿Bien? ¿Qué forma de mentir es esa? Ahora tendría que
estar la novela ¿Te parece que esto es la novela? Porque a mí me recuerda más
al telediario.
En ese momento se quedó descolocado. ¿Qué estaba pasando? ¿Por
qué se veía algo que aún no tendrían que haber emitido? No tenía sentido, tenía
que averiguar que estaba pasando; así que tuvo la mejor idea de su vida y
decidió llevarse el aparato a su taller y darle uno nuevo a la señora.
Con calma descubrió que por algún extraño motivo la placa
base del dispositivo captaba la televisión del futuro. Con mucha suerte y un
poco de habilidad consiguió modificarla para elegir el momento que “sintonizar”.
No podía creer lo que tenía delante, era una verdadera máquina de hacer dinero,
su propio almanaque deportivo (y sin necesidad de tener un DeLorean).
Simon Ignatz siempre fue un tipo listo y rápidamente nadaba
en dinero sin llamar la atención de nadie. Había aprovechado los sorteos televisados
y algunos eventos deportivos para poder apostar. Nunca se llevó un premio
gordo, solo pedreas y cosas por el estilo, para así poder acumular el dinero
poquito a poquito. Podía haberse quedado ahí, sacando discretamente lo
suficiente como para vivir holgadamente, pero era un verdadero emprendedor.
Aprovechando sus nuevos ahorros, y el canal bolsa 24h, montó una empresita que
se dedicaba a invertir aquí y allá en busca de algo de beneficio. Enseguida
triunfó, se convirtió en un pilar de la sociedad y en uno de los hombres más
ricos, al que nunca nadie le preguntaba de donde salían esos millones.
Simon, ahora convertido en el señor Ignatz, siempre tuvo la
sensación de que con su televisor maravilloso, como lo llamaba él, podría haber
hecho muchas otras cosas. Podría haber evitado desastres, haber salvado
personas; pero también sabía que si se hubiera dedicado a eso en vez de ser una
de las personas más respetadas del país, estaría en la cárcel o simplemente
estigmatizado por los dirigentes; porque Simon sabía cómo funcionaba el mundo.
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