Miró repetidamente a su alrededor
la calle estaba vacía a excepción de un barrendero que silbaba suavemente
mientras arrastraba las hojas secas con su escoba. Aun así se apartó de la luz
de las farolas, dejando que las sombras le ocultasen por completo. Tenía miedo
de llamar la atención, de resaltar en mitad de la noche y que alguien
descubriera sus intenciones.
En cuanto el barrendero se marchó
y comprobó que el único ruido era su respiración acelerada empezó a caminar,
siempre ocultando su cara de cualquier observador oculto. Su destino no estaba
lejos pero seguía pareciéndole un camino insalvable lleno de peligro
acechándole a cada pequeño paso.
Se paró y volvió a comprobar que
no le seguía nadie. Quizá tuviera demasiad paranoia, pero al menos todavía no le
había pillado nadie. Llamó suavemente a la puerta que tenía enfrente. En el
escaparate ponía en letras doradas que se trataba de una peluquería canina,
quizá durante el día fuera así, nunca había visitado el lugar por la mañana, pero
en la noche ese lugar se transformaba en algo completamente diferente.
Como respuesta a su insistente
llamada la puerta se abrió un par de centímetros, lo justo para dejar que se
asomara una cara de hombre, o mejor dicho un ojo de hombre que era lo único que
se podía apreciar por la pequeña rendija. No esperó a que el misterioso portero
dijese algo, sabía que no iba a pasar, contradecía las reglas del sitio, el
visitante era el que debía decir la primera palabra.
–
El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi. –Susurró la frase con
miedo, como hacía siempre, sintiéndose ridículo al decirla.
–
La cigüeña tocaba el saxofón en el palenque de paja. –La voz del portero se expandió rápidamente
por toda la calle, como si ignorase que lo que estaba haciendo era totalmente ilegal.
Pasaron unos segundos y el hombre
le dejó pasar. Sabía que la espera tenía una explicación, la contraseña solo
era algo sentimental, daba al visitante la sensación de que tenía el control de
poder entrar, pero lo que realmente funcionaba era un sistema de detección de
voz que comparaba al recién llegado con un registro de los socios admitidos.
Pasó, ya sin miedo, y dentro de
la pequeña estancia se dirigió a la puerta del almacén. La abrió con esfuerzo,
era mucho más pesada de lo que aparentaba, y por fin pudo dejar que el ambiente
del local secreto le envolviera por completo.
La nueva sala era todo lo
contrario a una habitación común. Tenía una acogedora iluminación amarilla,
mucho más agradable que la luz azul reglamentaria, que procedía de unas viejas
arañas que colgaban del techo. El suelo, en vez de ser de polímero plástico
antiséptico, era de madera oscura. Y la temperatura ambiente era cálida,
evidentemente superior a los 20ºC máximos que se podían usar en invierno. Pero,
lo que era realmente importante en aquel lugar, eran las pequeñas mesas
redondas cubiertas por manteles que llenaban todo el espacio disponible.
Un hombre vestido de traje con
pajarita le escoltó hasta una de las mesas del fondo sin mediar palabra y le
entregó un díptico en la mano. Era el menú del día. Muchos de los nombres de
los platos que aparecían en él se habían perdido por completo en los últimos
años y solo por el esfuerzo de unos pocos locos podían estar escritos en ese
papel, preparados para que él pudiera disfrutarlos.
Leyó todas las opciones, incapaz
de decidirse entre tantos manjares. De segundo pediría carne, aún recordaba
cuando la había probado por primera vez, en ese mismo lugar; pero todavía no
sabía que pedir de primero, pero sí sabía que estaría exquisito.
No era capaz de comprender como
la generación de su padre había consentido abandonar esa alimentación para
sustituirla por las inyecciones dietéticas aprobadas por la OMS. Vale, sabía
que eso había alargado la esperanza de vida media alrededor de cinco años al
eliminar sustancias potencialmente cancerígenas de la dieta, pero no lo
justificaba. En su opinión ni siquiera lo justificaba la clasificación de la
comida en general como droga dura al producir adicción (resultaba que una vez
que la gente empezaba a comer quería comer todos los días y si pasaba mucho tiempo
sin ingerir alimento era capaz de abandonar todo lo que estaba haciendo para
lograrlo).
Para él abandonar la comida no
tenía ningún sentido, por eso se dirigía todas las semanas a ese lugar,
arriesgándose a que le detuviera la ANAA (agencia nacional de alimentación
adecuada); porque la vida era demasiado larga para no saber disfrutarla.
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