Sonrió ligeramente, ya sabía lo
que iba a comer. Hizo un gesto para que un camarero se le acercara y le tomase
nota, pero antes de que este llegara todo cambió.
La puerta blindada calló al suelo
de golpe permitiendo que entrase una intensa luz que cegó instantáneamente a
todos los del interior, acostumbrados a la agradable penumbra, se escucharon
fuertes pasos de botas militares corriendo entre las mesas y gritos de
megafonía en el exterior. Al instante el restaurante clandestino enloqueció:
mesas volcadas, gente gateando, cuchillos de carne y palas de pescado blandidas
como armas; caos, caos en general.
También había caos en su cabeza.
¿Qué podía hacer? Le iban a detener, a encerrar de por vida. Estaba perdido,
perdido del todo. Podía intentar defenderse como hacían otros, ¿pero de qué
servía un cuchillito contra el arma reglamentaria de un agente? Podía intentar
alejarse, pero no huir, el edificio estaba diseñado con una sola entrada y sin
ventanas para evitar que les sorprendieran. Podía… No podía hacer nada más,
solo quedarse esperando sentado a que alguien llegara a esposarle. Cerró los
ojos, no quería ver como se desvanecía su libertad.
Pensándolo bien su pequeña
rebelión había merecido la pena. Quizá no había cambiado el mundo, quizá lo que
había hecho no lo sabría nadie, pero al menos durante las largas noches que
había cenado en el restaurante se había sentido vivo. Había sentido que era
libre para decidir sobre su vida, se había sentido el único hombre adulto
rodeado de niños a los que sus padres controlaban a cada segundo para que no se
hicieran pupa; se había sentido especial.
Abrió los ojos, todavía estaban
lejos, tomándose su tiempo con cada detención. Aún tenía tiempo de intentar
algo, no podía rendirse y permitir que esas sensaciones desaparecieran sin más;
debía revelarse una vez más. Toda esa gente que gateaba, arrastrándose en busca
de algún escondite o alguna salida no tenían ninguna posibilidad; por suerte él
no era como ellos. Él llevaba visitando ese local mucho más tiempo que
cualquiera de ellos, desde el primer día que se abrió, antes incluso de que
estuviera construido del todo. Recordaba que entonces aún no estaban instaladas
del todo las lámparas de araña y que los obreros subían y bajaban contantemente
del techo por una escalerilla que habían instalado en el interior de una
columna falsa. La escalerilla ya no estaba, pero la falsa columna todavía
estaba, hueca en el interior y a su alcance, un escondite perfecto.
No le había resultado difícil escurrirse
discretamente de su sitio e introducirse en la columna levantando el viejo
panel extraíble casi pegado por la pintura. El problema estaba siendo la
espera. Según el viejo reloj de muñeca que había guardaba a escondidas en su
chaqueta cuando no quería llevar el móvil para ser irrastreable llevaba más de
dos horas encerrado en el escondite, doblándose la espalda en un ángulo
extraño. Deseaba con todas sus fuerzas salir de ahí, pero en el exterior
todavía resonaban los gritos de los policías identificando a todos los
comensales.
Conocía a todas esas personas,
nuca había oído sus nombres pero las conocía de verdad después de meses, años
en algún caso, de cruzarse entre las mesas vestidas con manteles. Escuchaba un
sollozo grave, la voz era inconfundible, treinta y siete años, alto ojos y pelo
negros, lo apodaban la sonrisas porque siempre estaba de buen humor al entrar
al restaurante. Los gritos rabiosos eran de la abuela guerrera, setenta u
ochenta años, nadie lo sabía con seguridad, un carácter difícil pero en el
fondo era muy dulce. La mujer que se estaba resistiendo era Mafalda, no sabía
mucho de ella, solo que siempre pedía sopa de ahí el apodo. Se tapó los oídos
como pudo, no podía soportar como esa gente, lo más parecido a unos amigos que
tenía acababan así. No podía, era demasiado cruel, sobre todo porque él estaba
a salvo dentro de ese estrecho prisma de pladur.