Lo sintió antes de que ocurriera. Notó la sensación de frio
descendiendo lentamente por su piel. Percibió como rodaba suavemente por sus
labios. Escuchó el débil plap que hizo al chocar contra el papel. La vió, una
semiesfera perfecta rojo brillante, reblandeciendo poco a poco la superficie de
la hoja. Intentó secarla con el puño pero fue demasiado tarde, quedo un
incriminatorio aro rojo indicando donde había caído la gota. Tenía que
conseguir ocultarlo, lo sabía, pero esa no era la estrategia correcta; lo único
que había conseguido era tener dos manchas en vez de una.
Debía tranquilizarse y pensar con calma. Nadie lo había visto, por
el momento estaba a salvo. Lo primero que tenía que hacer era destruir el papel
y limpiar su camisa. Sin pruebas ni testigos nadie podía sospechar nada. Llenó
la pila e introdujo los dos objetos, el agua tomaba un tono rosado casi
imperceptible mientras la mancha se difuminaba por la tela y el papel se
deshacía.
Lo había conseguido. Sonrió para sus adentros, había sido mucho más
fácil de lo que se imaginaba, en menos de tres minutos había hecho desaparecer
toda prueba de que había tenido el primer síntoma. Pero no podía sentirse a
salvo, ni mucho menos, nadie iba a buscarle, de momento; pero aun así su futuro
pintaba muy oscuro. Quizá tenía suerte y era una de las personas que solo
mostraban algunos síntomas pero no desarrollaban la enfermedad, quizás. De
momento no podía hacer nada, solo esperar. Debía tomarse unos días libres en el
trabajo, quedarse tranquilamente en casa; así al menos no contagiaría a todos
sus conocidos.
Se sentó en el sofá, convenciéndose a sí mismo de que no le iba a
pasar nada, pero en seguida pensó en que los treinta millones de muertos
también habrían dicho lo mismo y después todo había acabado mal para ellos.
¿Por qué iba a ser diferente en su caso? Había perdido su futuro, igual que el
resto del planeta.
Aún recordaba cuando empezó todo seis meses antes. De repente
varias personas enfermaron y murieron. No se le dio importancia, pero de una
decena pasaron a un centenar y pronto los cadáveres se acumulaban en los
hospitales. Las autoridades no estaban preparadas para el desastre. No paraban
de llegar enfermos, los médicos ignoraban de qué se trataba y el miedo a lo
desconocido entró en la multitud.
El primer mes la gente evitaba salir de sus casas, iba siempre con
mascarilla y evitaba tocarse entre sí. La histeria, de gran magnitud, provocó
colapsos en todos los sistemas de emergencias, desabastecimiento en los
mercados y falta de producción. Por suerte todo eso tuvo su final cuando por
fin consiguieron averiguar qué era lo que causaba la enfermedad. Para sorpresa
de muchos no se trataba de algo novedoso, sino de un viejo conocido de la humanidad.
Era un virus que varias generaciones antes había surgido en algunas zonas
marginales del planeta, pero que gracias a una campaña de vacunación concienciuda
había dejado de provocar muertes y había pasado a un tranquilo olvido por la
comunidad sanitaria.
No pudo evitar reírse cuando pensó en esa técnica. Cuando él era
pequeño se habían extendido varios rumores, que posteriormente se desmintieron,
sobre que las inyecciones que se les ponían a los niños podían llegar a ser
peligrosas. Con la tontería muchos padres, muy desinformados sobre todo lo que
les rodeaba, decidieron arriesgar las vidas de sus hijos por creer a simples
estafadores ignorantes. Y ahí estaban ahora, la población mundial se veía
diezmada por una enfermedad que podían haber evitado con un par de pinchazos
cuando eran niños.
Notó un intenso picor en la garganta y tosió, sin poder evitarlo.
El suelo de la habitación se había coloreado de repente con unas pequeñas gotas
carmesí. Respiró hondo y por mucho que no quisiera reconocerlo supo que no le
quedaba mucho tiempo.
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