He vendido
arena en el Sáhara, hielo en Alaska y madera en la selva. He vendido fuego al
bombero, espacio al astronauta y carne al ganadero. He vendido casas a sus
dueños, gatos a ratones y la Tierra a los terrícolas. Vendí el alma del diablo,
hice perder a la banca y creé mil reinos de humo y susurros mientras descansaba.
Mis palabras fueron poderosos hechizos que convirtieron en títeres a hombres y
mujeres. Pero ahora… Ahora no soy nada, ahora no soy nadie. Solo soy un triste
viejo, un saco de huesos y arrugas relleno de pasado y vacío de futuro.
Mi vida es
hoy una certeza: levantarme a las nueve, comer a la una y acostarme a las once;
todos los días la misma hora, todos los días el mismo lugar. Pero cuando era
joven y mis dientes eran mis dientes, cada día era distinto: hoy Roma, mañana
París y pasado Berlín. Era extraño una semana que no cruzara un océano y
siempre me dormía preguntándome ¿Mañana qué pasará? Pero mañana ya pasó, muchos
mañanas pasaron hasta que un día la vida de emociones se acabó para mí. Hasta
que yo, que no paraba, paré.
Descubrí
joven mi vocación, ya en el colegio cuando no hacía los deberes, sonrisita por
aquí, cabeza gacha por allá y la página en blanco se olvidaba. Corrió el tiempo
y con él creció mi habilidad, donde al principio había un profesor bondadoso,
pasó a haber un listillo aprovechado; en vez de evitar broncas ganaba millonadas. Mi nombre creció y
se encogió, viejos apellidos y nuevos apellidos se alternaron; un día era don,
al siguiente sir y luego licenciado, pero nunca era yo.
No ser yo,
eso era lo divertido. Todo el mundo me veía pero nadie me conocía. La gente
solo sabía lo que yo quería. Con una palabra mía pensaban que venía de la India
o de Australia, con un gesto creían que era médico o filólogo, por una corbata
suponían que era diestro o zurdo. Pero nunca imaginaban quien era yo. Con la
práctica una sola mirada les contaba toda una historia, falsa pero completa, de
mi vida.
Una vez me
dijeron que el arte de la diplomacia consiste en no decir nunca no; yo diría
que el arte de la estafa consiste en no decir nunca nada. Yo llegué a dominar
ese arte, mis silencios eran discursos y mis discursos eran aire. La gente me
escuchaba pero no me oía, la gente me miraba pero no me veía. Mientras los
grandes señores blindaban sus puertas a los ladrones a mí me las abrían con
reverencia al escucharme. Pero como todo, eso tuvo su fin.
Creía ser
invencible, la policía y la Interpol me buscaban pero nunca me encontraron. Yo
salía del hotel cuando ellos entraban: “Buenos
días agente”, “Buenos días señor”
contestaban alegremente, ignorando quién era yo. Cuando conocían mi rostro
nunca estaba en casa, cuando conocían mi voz nunca contestaba. Pasaron los años
y nuca fui a comisaría, pasaron los meses y nunca fui al calabozo. Tan feliz me
veía… ¡Ay! Si hubiera sabido…
Pero no supe. Yo temía a las autoridades, huía de los uniformes; pero mi derrota no llegó por donde esperaba, mi fin lo trajo el tiempo. Sin darme cuenta abandoné las correrías, las triquiñuelas se olvidaron y con los años dejé de ser el que fui. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero un día me miré en el espejo y lo que vi fue a hombre normal con casa propia y un horario fijo; ya no era el hombre de las mil caras.
Pero no supe. Yo temía a las autoridades, huía de los uniformes; pero mi derrota no llegó por donde esperaba, mi fin lo trajo el tiempo. Sin darme cuenta abandoné las correrías, las triquiñuelas se olvidaron y con los años dejé de ser el que fui. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero un día me miré en el espejo y lo que vi fue a hombre normal con casa propia y un horario fijo; ya no era el hombre de las mil caras.
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