Miró por la
ventana, ya se había hecho de noche y las farolas competían con las luces de
los balcones por ver quien iluminaba el cielo con más fuerza. Hacía unas
semanas que todo el mundo se había confabulado para declarar que era navidad y
no había un solo rincón donde se pudiera estar a salvo de la avalancha de
espumillón y bolas que amenazaba con absorber a la humanidad. Resultaba
agobiante, al menos a él le resultaba agobiante: le molestaba la alegría fingida,
la incitación a las compras y las amistades falsas creadas para quedar bien
ante los demás.
Si fuera por él
durante esa época huiría, se escondería en el lugar más recóndito del planeta,
donde nadie hubiera oído hablar de la navidad, pero ¿dónde era eso? Las calles
estaban llenas de gente cargada con bolsas y paquetes envueltos, llenas de
niños agitando dibujos de renos y estrellas que concienzudamente les habían
enseñado a pintarrajear mal en clase y llenas de viejas luces a medio fundir de
campanas y hojas colgando de las farolas. Centrarse solo en las fachadas,
ignorando a los viandantes, tampoco era una opción; los escaparates estaban tan
sobrecargados de nieve falsa y guirnaldas que no se distinguía que vendía cada
tienda y las ventanas de los pisos habían sufrido una invasión de Papa Noeles
furtivos, que recordaban más a ladrones diminutos que a viejos gordinflones
dispuestos a regalar juguetes.
En casa podía
permanecer a salvo siempre que cerrara puertas y ventanas y aun así los
villancicos de los vecinos se colarían a través del techo, dispuestos a llenar
de espíritu navideño a todo el vecindario. Había pensado en encender la tele
para no oír esa musiquita infernal, pero en menos de cinco minutos había demostrado
no ser una opción adecuada, entre los más de cien canales que tenía lo único que
era capaz de encontrar eran decenas de películas cutres en las que al final
salvaban la navidad y todos recibían regalos maravillosos; ni siquiera los
anuncios suponían un alivio para la empalagosa felicidad de los telefilm, solo
eran otro escaparate más para difundir las fiestas todos llenos de imágenes de
lazos, cajas y niños sonrientes.
¿Acaso nadie
comprendía que hubiese alguna persona a la que no les gustase las fiestas
navideñas? ¿Debía convertirse toda la sociedad en zombies navideños que
babeaban polvorones y devoraban pannetones con forma humana? Lo peor era que ni
tan siquiera podía confesar sus pensamientos, si decía la verdad en voz alta
hasta la persona más amble del mundo le saltaba a la yugular comparándole con
el grinch o con Mr. Scrubs. ¿No tenía derecho a tener su propia opinión?
Ya estaba harto,
estaba harto de ser un paria por tener una opinión diferente, estaba harto de ocultar
su verdadera opinión, estaba harto de tener que sufrir en soledad cada
diciembre. No podía resignarse a pasar todos los años por lo mismo, las mismas
vueltas aburrido por el salón, las mismas carreras de obstáculos cuando
necesitaba salir a comprar algo, la misma soledad. No podía ser el único en el
mundo que pensase así ¿O sí? Debía existir en el mundo alguien más que como él
comprendiese que la navidad no era más que otra época del año, ligeramente
maquillada para resultar atractiva a la humanidad; alguien que no se hubiera
visto abducido por falsos mensajes de amor y amistad rebosantes de hipocresía.
Si existía alguna personas así no se conocían, pero tenía que hacer algo para
encontrarse con aquellos que pensaban como él y tenía un plan.
Feliz Navidad... ¿O no?
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