Yo solo era un niño pequeño, pero
todavía recuerdo aquel verano. Por aquel entonces yo no era capaz de comprender
la magnitud de lo que estaba pasando a mí alrededor, pero podía ver la
preocupación de algunos adultos. Ya hoy, de mayor sé que aquel fue el principio
del cambio, el momento en el que el mundo por fin empezó a vengarse de
nosotros, el momento en el que el paraíso maltratado se convirtió en un horno
infernal.
Recuerdo ir al supermercado con
mis padres y ver la mayor parte de los estantes vacíos, solo con dos o tres
alimentos prácticamente estropeados. Recuerdo como ellos compraban un poco de
esa comida podrida, el poco que se podían permitir comprar y me la daban a mí
con todas las buenas intenciones del mundo, pero yo la tiraba. No la quería,
era fea y olía mal, no entendía que aquel verano era lo único que se podía
comer; no entendía que aquel verano yo era el único que iba a comer.
Nunca he olvidado lo que era
salir a la calle, el calor te envolvía y empezabas a sudar a chorros, el aire
ardía tanto que respirar suponía un esfuerzo y cada paso que dabas era un
logro. El asfalto brillaba, a punto de derretirse; los termómetros marcaban
cifras imposibles, superando todos los records marcados hasta el momento y las
sombras se improvisaban tendiendo telas entre los tejados.
Aquel verano no hubo vacaciones
en la playa ni viajes a la piscina, no hubo salidas a media tarde ni fiestas en
el pueblo, aquel verano no hubo ni risas ni diversión. Los primeros días
tiramos de móvil y ordenador para comunicarnos con el mundo exterior, pero
pronto hasta las maquinas empezaron a sucumbir ante el calor, hasta que solo
resistió la tele, situada bajo el sufrido aire acondicionado.
Y de tele vivimos lo que duró la
estación, esquivando las noticias de la ola de calor, esquivando las inmensas
cifras de muertos, esquivando las imágenes de los campos agostados. Parecía que
no pasara nada bueno, solo desgracias y más desgracias motivadas por el calor;
todas ellas retrasmitidas como nuevas, como si la gente tuviera la suerte de no
padecerlas. Los políticos prometían medidas de contingencia que nunca llegaban mientras
se sentaban en salas refrigeradas, los periodistas recalcaban su sufrimiento, como
si ellos fueran los únicos mártires del verano y mientras tanto algunos
gritaban que ya lo habían advertido.
Fueron solo tres meses, pero
parecieron tres años. Como yo, nadie lo olvido, quedó fijo en la memoria
colectiva. Aunque llegó el otoño y las nuevas cosechas fueron buenas muchos murieron,
o por hambre o por calor, dejando casas vacías o familias rotas. Los siguientes
veranos fueron suaves, en comparación, pero aún hoy no se bajan de los cuarenta
grados los días frescos. Atrás quedaron los años en los que refrescaba por la
noche, atrás quedaron los años en los que los ríos llevaban agua, atrás
quedaron los años en los que no se temía al Sol.