Abrió la vieja lata de té, dejando que el
diminuto ejército entrara por última vez en su hogar. Se sentó en el último
escalón con la lata en el regazo y la ajada mochila a su lado. Ya solo podía
esperar, había gastado todas sus oportunidades en el pasado.
Las campanas empezaron a tocar con ganas,
avisando a todo el que quisiera oírlo de que llegaba un nuevo día. A parte del
ruido no parecía haber cambiado nada, el cielo seguía igual de negro y los
grillos todavía le cantaban a la luna. Era decepcionante, era el día que se lo
jugaba todo, el día en el que se decidía su futuro y no tenía nada especial,
nada que lo diferenciara del día anterior. Tendría que conformarse, viviría ese
momento como una persona corriente, aunque hacía mucho que no tenía nada de corriente.
Una figura se aproximaba por el fondo de la
calle, no le precedía el ruido de truenos apocalípticos, pero no cabía duda de
que se trataba de su destino. No iba a tratar de huir, ese tiempo había pasado.
Se levantó y cogió la mochila por uno de los tirantes, no era cosa de darle un
mal recibimiento a su visitante. La lata vibraba en su mano con la energía poco
contenida de sus habitantes que deseaban salir, pero esa noche no iba a pasar y
quizá nunca fuera a pasar de nuevo.
El hombre llegó a las escaleras. Se miraron a
los ojos sin decir nada, no querían estar ahí, y sin embargo estaban, de pie en
la acera antigua, solo iluminados por la luna. Sin decir nada el recién llegado
le indicó que le siguiera, no discutió la decisión, ni siquiera preguntó hacia
donde se dirigían, simplemente obedeció la orden, resignándose a no tener
ninguna influencia en lo que pasase a partir de ese momento.
Se había cansado de huir, de no dejar de
mirar hacia atrás; por eso se comportaba con semejante docilidad, por eso se
dejaba conducir hasta su fin. Ya era hora de asumir las consecuencias de sus
actos. Su pequeño ejército no estaría de acuerdo, pero una vida a la fuga ya no
le parecía apropiada. Tanto le había agotado que había llamado por voluntad
propia a esa especie de justicia para entregarse.
La caminata no fue muy larga, enseguida
llegaron a la puerta de un edificio majestuoso que nunca antes había estado
ahí. El hombre se paró, ya no necesitaba un guía, su camino volvía a ser
solitario. Miró la enorme puerta que se erigía delante, era recargada a posta,
preparada para intimidar a todo aquel que quisiese entrar. Abatió con cuidado
las dos hojas, provocando un chirrido que resonó por todo el pueblo abandonado.
Cuando los ecos del sonido se agotaron decidió que era el momento de entrar. Se
encontraba en un pasillo oscuro que serpenteaba indefinidamente, lo recorrió
con calma, no había prisa para llegar al final. Después de más de diez minutos
de andar en penumbra apareció una luz al fondo, sabía que era la única sala del
edificio, la sala a la que debía ir.
Dentro de la estancia la luz era cegadora,
aun así continuó con su camino hasta situarse en el centro. Enfrente tenía
cinco asientos enormes en los que se sentaban los que iban a ser sus jueces.
– Aquí estamos reunidos para juzgar su
comportamiento y decidir su destino. Por favor, cuéntenos su historia. – La voz
había salido del asiento central, solicitándole que explicase por qué habían
acabado todos ahí.
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